13 nov 2017

08 / The way we were

Alberto Breccia, «La gallina degollada»
(de Horacio Quiroga)
En el suplemento cultural o en las páginas de cultura de un diario español que todos leemos (al menos esas páginas), aparece hoy la entrevista a una joven escritora latinoamericana. Es meritoria por ser joven, por ser escritora, por ser latinoamericana y porque hay algo siempre deseado en ese retorno a la madre patria que nos hace suponer una especie de consagración automática que, de alguna manera, nos redime y nos venga. Nació en un lugar de Latinoamérica que los que nacimos en el Río de la Plata, fatalmente condenados a un resentimiento atávico, consideraríamos profundamente latinoamericano, distinto del resto de los lugares latinoamericanos por los que nos movemos y de los que nos cuesta creer que estén en realidad ahí, en el mismo culo del mundo en el que estamos nosotros (que nos creemos españoles, franceses, norteamericanos y cualquier otra cosa que no destile olor a indio, mucho calor o mucho frío o piñones en una cazuela sobre el fuego). El título de la entrevista, con una estructura similar a la del típico cuestionario Proust, es algo así como: «Una vez soñé con una nave espacial. Evidentemente, eran marcianos». 

      En el suplemento cultural o en las páginas sobre libros de un diario argentino que todos leemos (al menos esas páginas), aparece la reseña a un nuevo libro de un veterano escritor medio uruguayo y medio argentino, es decir, rioplatense, que tiene muchos libros publicados, algunos muy famosos y muy buenos. El texto no es meritorio en sí mismo (el tipo es conocido, escribe bien, no debe defenderse de nada) pero es entretenido y logra que las vueltas alrededor del libro generen algo que seguro espera: dan ganas de leerlo. Nada en él o en lo que dice desborda hacia ninguna parte en especial pero el periodista en un momento derrapa por una banquina algo oscura e incomprensible para todos los que leemos ese suplemento cultural del diario que todos leemos (al menos esas páginas). Dice: «Aunque por momentos su lectura puede requerir un poco más de concentración de la que suele prodigarse ahora, el libro…».
      Los ejemplos son un poco pavos pero sirven para explicar algunos asuntos que, más que un efecto de lectura de los ejemplos mismos, están en el aire como el esmog de esta ciudad o eso que enfurece a los alérgicos con el plátano oriental en primavera, y que realmente desconozco. Y más que pavos son arbitrarios: un par de síntomas entre muchos otros de que las cosas se repiten sin descanso al ritmo de un me gusta por aquí y otro por allá, algo que no sería tan tremendo si no existiera, ahora, un corazón feble y todo rojo para expresar ¿qué?  Pienso en la lectura de libros, esas cosas, y en lo que ocurre sobre lo que se dice de ellos (los que los leen, los que los escriben). Hay un gesto olvidado en todo eso que, aun consciente de mis limitaciones evidentes como lector laborioso, genera una contradicción aristocrática y falsamente reaccionaria. ¿Leer es leer «como antes»? En la tormentosa virtualidad, las flechas se disparan para todos lados y las reseñas, comentarios y alabanzas invaden la pantalla cada noche. El cruce de los cuatro caminos promete una orientación para tomar el correcto y leer aquello que el diablo no nos canjeará por el alma, que no vale nada, pero estará tentado de ofrecerlo por la pura fuerza de la costumbre. Miles de moscas no pueden estar equivocadas y, sin embargo, los bichos parecen haber mutado por alguna radiación no registrada por las instituciones del gobierno: hoy por hoy, las moscas se posan sobre soretes sintéticos y los disfrutan igual que los orgánicos.
      La transposición de un actuar «megustista» pasa, a lo mejor, por la exaltación, en términos literarios, de una individualidad común bastante intrascendente que se vuelve capaz de permear los códigos de lectura más elaborados con un olor de novedad que no es tal pero que acaba por naturalizarse. Leer fuera de ello, ya lo reconoció el reseñista del ejemplo, exige unas destrezas a las que no estamos acostumbrados y para las que, él mismo lo escribió, tenemos que estar advertidos. ¿Lo qué? Advertidos. Punto.
      Hace ya muchos años, y porque todos lo leían, también creí que César Aira era una especie de invento de moda y, acorralado por mis propios desplantes, lo leía a escondidas, negándolo todas las veces cual Pedro en no sé qué circunstancias seguro más apremiantes. Ahora, que pasó el tiempo, sigo pensando más o menos lo mismo pero lo leo abiertamente y sin vergüenza. Algo, que mi madre llamaría madurez, me hace creer en que hay cosas en las que el tipo tiene razón y, sobre todo, me hace creer en que aquellos que lo leyeron entonces y ahora lo hacían con cierto entrenamiento anticipatorio que, dos décadas después, no es posible menos que confirmar: es un escritor. En las entrevistas que da fuera de Argentina, desde hace algún tiempo, Aira vomita una idea simple cada vez que le preguntan por la literatura contemporánea: está harto de la autoficción, de la narración anodina de sucesos baladíes, comunes, en vidas juveniles a las que, objetivamente, no les ha pasado nada. Y lo dice siempre, y con algo de enjundia. Quizás porque es uno de sus precursores, quizás porque también, a su manera, hizo de todos esos materiales que provee la experiencia otra cosa (más allá del gusto, sin duda singular y fatalmente irrepetible), Aira pierde un poco la chaveta en ese momento y, al mismo tiempo, parece decir algo que no dice y que tiene que ver con la pulsión estética o, y ahí viene el punto reaccionario, con una idea de la literatura que suponía un lector más perspicaz. No lo dice, insisto, pero parece que pensara en que se trata de una literatura para imbéciles.
      Todo eso no sería nada (nunca tan reaccionario como para obturar cualquier posibilidad de existencia) sino fuera por la sensación de consenso que acaparan esos textos. Un consenso grande como una laguna de la mitad de la pampa y con la misma cantidad de olas: ninguna. Sin desconocer el margen posible de la unidad en el gusto, de la coincidencia, el fenómeno que aprueba textos intercambiables reproduce de algún modo la sonrisa bobalicona que proveen las redes sociales, ampliando el mundo cerrado en el que esas últimas se desarrollan a un impacto que, en el universo de los libros y la industria, acaba por hacerse real. Terminamos leyendo (y comprando) algunos libros que no hubiéramos elegido si lectores que respetamos y creemos profesionales (en un sentido amplio y futbolístico, por el oficio y efectividad que se le pide a un volante central) no nos hubieran condicionado la elección. Y, tras eso, el descampado que ilumina una trampa aristocrática cuando nos estrellamos contra la pared construida por ese consenso automatizado. 
      No es momento para llorar ni menos para reclamar por las ingentes sumas gastadas en libros inútiles. Alguna vez le escuché decir a Elvio E. Gandolfo algo así como que se cortan demasiados árboles para libros demasiado tontos. Es una idea ecológica, moderna, y generaría consenso inmediato, ¿quién podría oponerse? A lo mejor, solamente pensamos en los árboles, en el Amazonas, en la producción de oxígeno, en la clorofila y dejamos de lado la tontería que encierra el que estemos de acuerdo tan rápido acerca de textos que no conducen a ninguna parte. Lo dijo el mismo Aira, en una entrevista de 2009, titulada con acierto «Elogio de la inventiva»: «Nunca hay nadie que salga a decir una barbaridad, que sería tan bonito».

República Independiente de Ñuñork, 30 de octubre de 2017.

Publicado en BazarAmericano (noviembre 2017 / febrero 2018)

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