3 jul 2016

Sergio Chejfec [Últimas noticias de la escritura]

Sergio Chejfec, Últimas noticias de la escritura,
Buenos Aires, Entropía, 2015; 116 p.
Por otra parte, hay una creencia personal pero compartida por muchos, aunque en distinto grado de intensidad: la creencia en la escritura. ¿Alguien puede sostener con seriedad que la escritura no existe? Sería como negar la lluvia. [p. 13, nota 1]


...me referí al problema de tener una libreta de notas inacabable: según pasa el tiempo se transforma en evidencia de lo no escrito más que en prueba de lo que se escribió. [p. 18]



...la escritura como algo que debía ser actuado. Actuado para que alcanzara un grado natural de verdad, y para que cada una de las poses, inclinaciones, actitudes, etc., vinculadas con la escritura, fuera un salvoconducto más eficaz no ya para que yo cambiara, sino para que una naturaleza adicional vinculada con la escritura o con lo literario en general viniera a rescatarme de la angustia y el desamparo. [p. 27]


A veces me veo como un enunciador de saberes en extinción o disolución —¿la literatura no consiste también en eso?—. [p. 45]


De hecho, en mi caso dejar de fumar coincidió con la adaptación a la computadora. Como si la desmaterialización de la escritura naturalmente hubiese abolido algunos hábitos también rodeados de mediaciones mecánicas o materiales. [p 45, nota 20]


La intangibilidad de lo escrito a veces se revierte sobre la relación inestable, y de por sí también intangible, que la escritura establece con lo que busca decir. [p. 46]


Esa condición flotante de la escritura sobre la pantalla me hace pensar en ella como poseedora de una entidad más distintiva y ajustada que la física. Como si la presencia electrónica, al ser inmaterial, se hermanara mejor a la insustancialidad de las palabras y a la habitual ambigüedad que muchas veces evocan. [p. 49]


...yo diría que si existe la posibilidad de un realismo en literatura alejado de sus propias convenciones ahora agotadas, ello pasa por la idea de instalación en tanto artefacto que muestre la propia artificiosidad de la narración y al hacerlo conserve, más bien proteja, la materialidad externa de los objetos que exhibe o descubre. [p. 78]


[sobre los subrayados]


5 jun 2016

Juan Manuel Inchauspe [Poesía completa]

Sin nombres
Inchauspe
Juan Manuel Inchauspe, Poesía completa, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1994

[...]
Hemos dejado tantas cosas olvidadas, llamado tantas veces a la puerta, que ver cómo se nos muere la hermosa confianza es apenas, apenas, un gesto de cansancio. [p. 19]



4.
[...]
La ceniza sobre la mesa, el lomo de los libros
y ese desorden de papeles como de algo
que fue nerviosamente buscado durante la noche. [p. 37]



5.
Suave es caer en la habitación 
cuando hemos dejado detrás 
esa acumulación crujiente de horas
quemadas para vivir.

Suave la presencia de los muebles
la línea de tu nuca acompañando
la inclinación de tu cabeza sobre el libro.
Suave el fondo de mar de tus ojos.

Y más suave la hora —en que ya cansado
pero terriblemente libre— enciendo 
la lámpara que apagaré muy tarde.

May. 1966 [p. 39]

10 abr 2016

Marcelo Cohen [El fin de lo mismo]

Marcelo Cohen, El fin de lo mismo, Santiago, Hueders, 2015 [1992]; 284 pp.
Tienen la dulce constancia del parpadeo de un idiota. [p. 8]

El mar es una ilusión de continuidad que a cada instante se pulveriza en violencias. La arena misma, para empezar, es un cementerio que se entibia al mediodía. Algunas veces, cuando baja la marea, el ojo descubre el vendaval de muerte condensado en la quieta gelatina de las medusas varadas. Fuera de esas reliquias, la energía criminal del mar suele esconderse en los olores que exhala. [p. 16]

Hizo una venda con un pañuelo, se la anudó en la nuca y acostado al sol esperó dos horas a que el ruido de las olas le durmiera, más que el dolor, la fiebre del pensamiento. [p. 32]

...dijo Jolxen. «Caraxo, hay días que es como si hiciera las frases con la descomposición de otra cosa». [p. 70]

15 mar 2016

Enrique Butti [La daga latente]

Enrique M. Butti, La daga latente, Buenos Aires, Colihue, 2006; colección “Nave Madre”, dirigida por Elvio E. Gandolfo; 110pp.
Con paciencia, con empecinamiento, el Negro Ordóñez le explicaba al Cieguito el fenómeno de las sombras.
     Si no hay ninguna luz, todo es sombra, no se ve nada, todos somos ciegos como vos. Si aparece una luz, la sombra se acurruca atrás de cada cosa. Si hay luz fuerte y alta —la luz más fuerte y alta es la del sol del verano al mediodía— la sombra se esconde abajo de toda cosa y espera, sabiendo que lleva las de ganar.
     Abajo y adentro de toda cosa siempre hay sombra, a menos que ahí abajo o ahí adentro se encienda una luz. Pero siempre hay un más abajo para la guarida de las sombras.
     Hay cosas que se llaman transparentes, como ser el agua limpia, el vidrio y algunas telas.
     Las cosas transparentes dejan pasar la luz y no echan sombra.
  El Cieguito entendía de todo esto lo que quería. No dejaba de asombrarlo que uno arrastrase sombras sin darse cuenta. [p. 11-12]

14 mar 2016

Salinger y el jazz [Salinger]

David Shields y Shane Salerno, 
Salinger, Barcelona, 
Seix Barral, 2014; 
traducción de Javier Calvo; 734 pp.
«Hay mucho jazz que me gusta, resumiendo, y sé lo mucho que se divierten los improvisadores. ¿Por qué no se iban a divertir? Casi siempre hacen su música en parejas o en grupos, y se dedican a suministrarse los unos a los otros patrones musicales estilizados de antemano, frases musicales casi siempre basadas de forma identificable en repertorios previos, en otras sesiones, actuaciones y piezas. Hasta el músico de jazz que trabaja solo, el solista, casi nunca hace nada claramente nuevo, nada que no se haya hecho nunca, nada que sea de primera mano y haga callar a todo el mundo. Hasta cuando el improvisador de jazz está en plena forma, en su mejor momento, lo que hace principalmente es basarse (con una confianza casi perfecta) en un compuesto o combinación de […] efectos que ya se desarrollaron dentro de él y que él sabe que de forma casi absolutamente segura se recolocarán en forma de «nuevos» patrones caleidoscópicos (¿se escribe así?) si él se aplica a su instrumento con asiduidad, con afecto, en sintonía con los demás o simplemente con la ocasión, y siempre y cuando no esté demasiado borracho o drogado. Lo he visto suceder una y otra vez, y jamás consigue impresionarme, ni siquiera cuando estoy escuchando con placer verdadero.
    Me parece una falta total de prodigio el hecho de que escribiendo uno casi nunca se lo pase en grande. Si no es la más difícil de las artes —y yo creo que lo es—, está claro que es la más antinatural, y por ello la más fatigosa. No es de fiar y no produce más que incertidumbre». [p. 466]

10 mar 2016

Néstor Sánchez [Siberia blues]

Néstor Sánchez, Siberia blues,
Buenos Aires, Paradiso, 2013 [1967]
«Mientras el perro de paladar oscuro, el mendigo, juega en secreto con vos, te lame las manos negras, por el tizne hasta que alguien lo patea y todavía pueden tomar conciencia de que sos un chico el que raspa, despedirte con un ademán seco hacia el exilio» [p. 11].


«La que está sentada parece más vieja aunque si uno se abandona puede desembocarse a desengaños como tiros, como telegramas de un loco» [p. 18]

«...y yo adelante les muestro cómo se camina entre las piernas de una mujer cuando se dejó de lado el terror» [p. 32]


«...debido a eso del tiempo que depende de uno y yo no quiero esperar, yo tampoco sé te juro por lo que más quiero lo que quiero pero no quiero esperar» [p. 55]


A fucking dog

El perro lo miraba desde el borde del arroyo, pero del otro lado. Él (las manos junto al cuerpo, esa mirada de siempre y la cabeza, sí, la cabeza un poco hacia el costado, pesándole) estaba en una tensión calma que tendía una línea de energía invisible entre sus ojos oscuros y los del perro, que esa tarde se le antojaron amarillos, distintos. En el medio, el agua se encrespaba siguiendo el ritmo de las piedras y se movía siempre en la misma dirección, sin esperar que se resolviera nada de lo que ocurría en la superficie. El perro, el hombre. No quería moverse porque eso hubiera significado una forma de la derrota. El perro lo sabía y mantenía las patas al frente, el culo en la tierra, la cola tensa, hacia atrás, en una recta perfecta e imposible. Las hojas se movieron un poco siguiendo el recorrido de un viento cálido que levantó la tierra del fondo del rancho allá, donde las gallinas competían para ver cuál atrapaba más granos. No quería pensar, no quería sentir nada. Si lo hubiera hecho, el perro se habría dado cuenta y, ante la fuerza de una señal, quizás le hubiera restado la opción de una contienda justa. El perro, el hombre: en ese instante preciso del verano constituían una misma entidad unida por pensamientos palpables y diferentes. Negro, fuerte, el perro no quería dejar de mirarlo porque intuía que, a pesar de todo, eso podría ser su perdición. Se creía dominador de lo que pasaba. Tenía el control. Si no fuera por el agua que los distanciaba, la mano cálida del hombre (un poco áspera, sí, con tierra desde siempre) hubiera podido acabar con todo para lograr, con un gesto simple, una improbable reconciliación. Lo que el hombre tenía en la cabeza, aunque no le pesara, lo obligaba a ladearla. Insiste: no quería pensar porque eso sería insultar al animal y podría haberlo percibido. Ni cuando llegó al rancho y vio el desastre ni cuando imaginó que ese gesto simple y previsible significaba el inicio de un final, lo pensó como pensaban sus vecinos a sus perros similares. El pollo se había convertido en un montón de plumas y huesos raídos que, como si supiera, el bicho había descartado con cuidado. Las latas tiradas en el piso, algunos platos rotos, el único almohadón despanzurrado en miles de pedazos que salpicaban el lugar en una nevazón tupida. No pensó en ese momento ni lo iba a pensar ahora, pero ambos lo sabían y el arroyo, que los separaba de manera inocente, sería el único testigo de lo que iba a pasar, si es que algo pasaba. El hombre, el perro. Venían de lugares diferentes pero, por azar o necesidad, habían compartido varios años de su vida hasta ese punto. Los ojos del hombre adquirieron, al rato, una sombra de otro tiempo que los llenó de opacidad. El perro, enfrente y sin moverse, quizás se dio cuenta, quizás no. Pero el hombre, al ver que el sol de la tarde empezaba a bajar hasta su desaparición, comprendió que ya no tenía sentido tratar de ganar una batalla, pues no estaba en su destino ese tipo de cosas. «Perro de mierda», pensó sin mover la cabeza y el bicho, enfrente, detuvo la mirada un instante, se levantó, giró y empezó a caminar en dirección contraria.

22 de mayo de 2015

31 ene 2016

07 / Perjurio de la nieve

Pero tenía la costumbre de comer abundantemente, 
incluso cuando no tenía ganas, por consideración a sí mismo.
Thomas Mann, La montaña mágica

De entre todos los fenómenos que se asocian con la lectura, el más raro, aunque persistente, es el olvido. Disfrazado de muchas maneras, el olvido es el fantasma que persigue a cualquier lector entrenado y, como en los mundiales de fútbol, la bestia negra que lo acosa a la espera de una distracción, un pase que se desvía o un giro hacia el lado incorrecto para meter el gol del triunfo que condena al vencido y lo manda de regreso a casa. De ahí que las estrategias para volver indeleble la lectura, sobre todo cuando es placentera, rozan siempre la neurosis (fichas, anotaciones al margen, reglas mnemotécnicas, ayudamemoria y, más que nada, la madre de todas las estrategias: la tautología, es decir, la relectura).

06 / Restos diurnos

¿Puede un libro no mío ser mío?
Creo que sí.
Alberto Fuguet

Los mejores libros son los que no existen. Y libros que no existen hay muchos. Muchísimos. Quizás sean tantos o más que los que existen, pues la  publicación no tiene nada que ver con la posibilidad de que pasen de un estado al otro: si un libro no existe, seguirá allí por más que sea publicado, reeditado, reseñado. La condición que lo vuelve inexistente es un poco misteriosa y difícil de describir pero tiene la contundencia de aquello que es porque no tiene opción de ser otra cosa. Y un libro que no existe mantiene, incluso con el tiempo, ese raro olor que lo dejó ahí, en el lugar innominado donde todo es, a la vez, posible y no, certero y dudoso, realista y fantástico, la historia y la premonición.

05 / Lunario sentimental

 …hará bien en no olvidar que una persona sabia es aquella 
que monotoniza la existencia pues, entonces, cada 
pequeño incidente, si sabe leerlo literariamente, 
tiene para ella el carácter de maravilla…
Enrique Vila-Matas, Dublinesca


El de editor es un trabajo sencillo. Al final, después de unos años, uno se acostumbra a todo y, lejos de la pasión inicial, el tedio posterior y la resignación final, acaba por confirmar que no podría haber hecho otra cosa durante tanta cantidad de tiempo: algo sencillo; dedicado, sí, pero sencillo. Eso no está ni bien ni mal: apenas es. Pero en el camino, que es ciertamente largo, al final se arriba a una especie de estado industrial que, ni bueno ni malo, también es. Y es porque, desde el principio, aquello que estaba en algún lugar del horizonte como una manera de inyectarse la motivación suficiente para acometer el siguiente original, empieza a desvanecerse un poco o, mejor, a licuarse como el agua que corre sobre un vidrio y que está de un lado pero también del otro. Ese momento, y justo ese, es el que deriva, mal que nos pese, en la necesidad de la autoayuda: conversamos entre nosotros para salir del cinismo o reencantarnos con algunas formas de la profesión que todavía persisten. Y conversamos largamente, como si ello fuera capaz de conjurar, después de un termo entero de mate, lo que imaginamos pasará al dejar el lugar donde estamos y volver a nuestros escritorios. Originales que llegan, libros para hacer, autores que atender, cincuenta, sesenta correos para responder en un rato que se vuelve efímero. 

04 / Charlie y la fábrica de chocolate

En el capítulo 12 de la primera temporada de The Big Bang Theory, titulado «La dualidad de Jerusalén», Sheldon Cooper baja hasta algo que parece el sótano de algún típico campus universitario norteamericano. Se detiene en la puerta, mientras Howard Wolowitz habla con su madre acerca de un supuesto chocolate que le mandó en una bolsa de papel y que ha desaparecido. La cara de Cooper es la de siempre: un pibe centrado en sí mismo con un involuntario desborde turro constante. Cooper, debajo del marco de la puerta, dice algo así como: «Con que esto es Ingeniería, eh…». Wolowitz corta rápidamente la conversación y contempla al recién llegado. Cooper avanza unos pasos y sigue: «Ingeniería…, el lugar donde los trabajadores de baja calificación ejecutan los planes de los que piensan». (La cara de Wolowitz es, en este punto, la representación exacta del hastío más profundo: entre azorado y consternado, pero con anteojos plásticos, transparentes y de seguridad). Cooper hace una mueca y termina: «Hola, umpa-lumpas de la ciencia». Risas grabadas.

03 / Vivir afuera

El trabajo de las editoriales está siempre rodeado de una variada fauna de personajes movidos por el deseo y la idealización —por si fueran, acaso, cosas distintas—. Dejando de lado a ciertos autores, editores, periodistas, libreros, transportistas, imprenteros y gente por el estilo que de verdad logró construir un oficio y, también de verdad, más o menos trabaja todos los días, después de una buena cantidad de años una editorial se transforma en un embudo capaz de absorber y repeler al mismo tiempo a un segundo círculo de personas que, de entrada, son innecesarias para la marcha diaria del asunto pero que a la larga tal vez le den alguna razón de existencia. 

02 / Manual de perdedores

A los tres que, de este lado de las montañas, 
hacen lo mismo que yo pero bien


Las cosas con los libros, casi siempre, tienen algún grado de tensión que predispone a una batalla sorda, camuflada y muchas veces hipócrita que acaba por poner en evidencia un juego de petulancias que se resuelve —como dije latosamente en la columna anterior—, en una materialidad difusa que en ciertas ocasiones puede dejar inconformes a ambos contendores. El oficio no porta en sí mismo las dosis de glamour suficientes como para que la pelea sea verdaderamente justa: eso, que es siempre la extrapolación de una imagen individual, queda más bien para el solaz del que está en la vereda de enfrente, del tipo que escribe y que, más por necesidad que por real pulsión de deseo, acaba por someterse —al menos en apariencia— al proceso que supone hacer de su arte, de su inspiración, de su genialidad, una simple cosa, un librito.

01 / El cuarto en el recoveco

Todo esto partió con un par de frases comunes que se colaron en el libro de Sylvia Saítta sobre Arlt y que seguramente escribió así como salieron publicadas, o quizás peor. Eso, ahora, da lo mismo: ella no tiene la culpa y el libro es muy bueno. Pero esa estupidez, que tiene el encanto de ser nada más que un detalle, me empujó a pensar en la manera en que esas oraciones resistieron durante los ocho años que transcurrieron entre la primera y la segunda edición, en cómo alguien las leyó y las dejó tal cual estaban aun pudiendo corregirlas, en que quizás nadie las vio o, lo más preocupante, en que tal vez estén en un plano textual en el que pasan desapercibidas y el error es solamente el de una lectura —mi lectura, en este caso—, que prefiere verlas como algo imperfecto y balbuceante. Es posible que sean citadas en papers, ensayos críticos, tesis, tesinas, trabajos prácticos y cualquier otro de los subproductos textuales, más o menos decentes, que generan ciertas lecturas. Y también es posible que, en todos esos casos, las fracesitas queden intocadas, absueltas de todo pecado sólo por lo que dicen, por su carácter funcional, tributario de un fin que será noble pero que acarreará sus propias falencias junto con las ajenas, en un juego que por lo general desecha toda materialidad y se inscribe en las convenciones que nos mantienen operativos dentro de este mundo donde es difícil imaginar cualquier cosa que no haya sido escrita como verdadera.