Todo esto partió con un par de frases comunes que se colaron en el libro de Sylvia Saítta sobre Arlt y que seguramente escribió así como salieron publicadas, o quizás peor. Eso, ahora, da lo mismo: ella no tiene la culpa y el libro es muy bueno. Pero esa estupidez, que tiene el encanto de ser nada más que un detalle, me empujó a pensar en la manera en que esas oraciones resistieron durante los ocho años que transcurrieron entre la primera y la segunda edición, en cómo alguien las leyó y las dejó tal cual estaban aun pudiendo corregirlas, en que quizás nadie las vio o, lo más preocupante, en que tal vez estén en un plano textual en el que pasan desapercibidas y el error es solamente el de una lectura —mi lectura, en este caso—, que prefiere verlas como algo imperfecto y balbuceante. Es posible que sean citadas en papers, ensayos críticos, tesis, tesinas, trabajos prácticos y cualquier otro de los subproductos textuales, más o menos decentes, que generan ciertas lecturas. Y también es posible que, en todos esos casos, las fracesitas queden intocadas, absueltas de todo pecado sólo por lo que dicen, por su carácter funcional, tributario de un fin que será noble pero que acarreará sus propias falencias junto con las ajenas, en un juego que por lo general desecha toda materialidad y se inscribe en las convenciones que nos mantienen operativos dentro de este mundo donde es difícil imaginar cualquier cosa que no haya sido escrita como verdadera.
La pregunta es: ¿por qué eso es posible? ¿Por qué nadie —en estos casos: un estudiante, un crítico, un docente— se atrevería a corregirlas? ¿Lo harían? ¿Pondrían una nota al pie para lavar la culpa hebreo-cristiana que a todo escriba intelectualmente decente le gana el cuerpo cuando mete las manos más allá de lo prudente (los clásicos: el resaltado es nuestro, las comillas son de Magoya, así estaba en el original —que presuponen infinitas variaciones de una declaración ideológica de Bart Simpson: yo no tengo nada que ver con lo que dice ahí; así estaba escrito; si el traductor es un burro no tengo la culpa; si en el original no se veía nada, tampoco—)? En el caso de estas fracesitas, sería complicado usarlas en el paper, ensayo, tesis o tesina precedidas de los también clásicos Saítta dice, Saítta afirma o Saítta escribe. Porque, bueno, quizás lo dijo o escribió, pero no debió haberlo hecho. A ver, mejor: no debió haberlo hecho así. Y ni siquiera: alguien no debió haber permitido que eso quedara escrito así.
La pregunta es: ¿por qué eso es posible? ¿Por qué nadie —en estos casos: un estudiante, un crítico, un docente— se atrevería a corregirlas? ¿Lo harían? ¿Pondrían una nota al pie para lavar la culpa hebreo-cristiana que a todo escriba intelectualmente decente le gana el cuerpo cuando mete las manos más allá de lo prudente (los clásicos: el resaltado es nuestro, las comillas son de Magoya, así estaba en el original —que presuponen infinitas variaciones de una declaración ideológica de Bart Simpson: yo no tengo nada que ver con lo que dice ahí; así estaba escrito; si el traductor es un burro no tengo la culpa; si en el original no se veía nada, tampoco—)? En el caso de estas fracesitas, sería complicado usarlas en el paper, ensayo, tesis o tesina precedidas de los también clásicos Saítta dice, Saítta afirma o Saítta escribe. Porque, bueno, quizás lo dijo o escribió, pero no debió haberlo hecho. A ver, mejor: no debió haberlo hecho así. Y ni siquiera: alguien no debió haber permitido que eso quedara escrito así.
En realidad, la cosa no es tan grave y quizás nadie vaya a citar jamás esas frases (es lo más probable: el libro es voluminoso y tiene partes mucho más interesantes). En la página 21 de El escritor en el bosque de ladrillos. Una biografía de Roberto Arlt (Buenos Aires, DeBolsillo, 2008; editado por primera vez en abril de 2000 bajo el sello de Sudamericana), dice: «Barrio de grandes mansiones y chacras, donde los vagos del barrio roban frutas de los árboles o flores para regalar a las piojositas del barrio». Un poco más adelante, en la página 24, sigue: «Esta imagen del poeta de barrio funcionará como su imagen más temida, pues el poeta de barrio expresa todo aquello que Arlt podría llegar a ser por su lugar de origen y su formación suburbana: el vate de barrio es el que escribe en las páginas de poesía popular... (sigue)». Es gracioso comprobar que, en el segundo caso, el corrector o editor intentó evitar una tercera repetición de la palabra «poeta» y prefirió «vate», cuando ya estamos más o menos claros, a esta altura del partido, de que esta alternativa entierra definitivamente al oficio en el lado más burlesco e irrespetuoso de la escritura y le confiere, si cabe, un tono despectivo tipo sociedad de escritores de provincias, que suele pasar inadvertido para quien recibe el apodo y pertenece, además, a esas sociedades. Pero, en ese juego, el corrector o editor dejó que apareciera tres veces el «barrio», como si lo que había quedado en la frase de tres páginas más atrás no fuera suficiente o la posibilidad de reemplazarlo por algo comparativamente más decente que «vate» no existiera: qué sé yo, podría haber puesto «suburbio» o «arrabal» o, mejor, podría haber eliminado la palabra un par de veces y no habría habido dramas mayores. No es digno celebrar los empates pero, en este caso, la cercanía con la victoria parecía encender las alarmas de triunfo: casi empata, sí, pero siempre, siempre gana el barrio y nunca el poeta. (Dejemos afuera, por supuesto, la alternativa de que hubiera una torsión en el estilo de Saítta para plegarse al de Arlt como modelo de incorrección. Si bien, sobre todo en el capítulo inicial, hay un intento un poco balbuceante por ficcionalizar o adensar el discurso ante la ausencia de mayores datos acerca de los primeros años del escritor, enseguida encuentra el tono y lo sostiene durante todo el libro).
El detalle, esa repetición, es apenas un síntoma que disparó la reflexión hasta formar una bola informe que tiene, de un lado, el ejercicio de un oficio y, del otro, un universo complejo y variado, que muestra una aparente simetría con la realidad pero que, al mismo tiempo, es capaz de instalar la idea de que, sí, persiste esa contradicción irresoluble entre la experiencia y su registro, entre la idea y su realización, entre el plano y lo que puede construirse con él. Porque esas frases, leídas casi al azar y que podrían haber pasado desapercibidas, son una fisura que pone en una misma dimensión cosas que se producen en tiempos distintos y, sobre todo, que parten de una materialidad disímil: no el universo de la escritura (que es, digamos sencillamente, de Saítta) ni el de la lectura, que podría haber estado distorsionado por un objetivo funcional o por el simple placer. Se trata, más bien, de que la grieta luminosa de una imperfección, que no llega a ser una errata común y corriente, habla más de la materialidad de un trabajo que de su puesta en circulación y de las derivas infinitas que ello implica en el panorama de lo simbólico. Nada de eso, no, y una metáfora, ahora, puede sonar pedestre, pero es tan simple como pensar en cualquier cosa material que sea susceptible de ser construida de acuerdo con ciertas leyes básicas y conocidas que le confieren existencia (un barco, por decir algo que no quiere ser poético: quizás resista una cantidad razonable de agujeros, pero no una indeterminada muestra de ellos producida por el descuido del armador al dar las instrucciones o la estulticia de un empleado al cumplirlas).
La imagen que Jaime Rest usaba para otro asunto sirve también para fijar la atención en esto que las frases citadas denuncian: alguien dejó abierta la puerta del cuarto en el recoveco, y aunque no peligra la seguridad de la casa, algo parece desordenado y, sobre todo, muestra aquello que debería estar oculto (ya se sabe, el cuartucho de los trastos, las mezclas, los desechos y una diversidad de elementos que quizás hablan más de sus dueños que su propio discurso, al modo de un CSI que escarba en la basura para explicar una muerte). La edición como oficio alterna, históricamente, entre una versión mítica que ubica en un parnaso casi siempre heroico a quienes lo ejercen, y una que reconoce en la figura del editor el mal necesario para poner el primer adoquín de un camino incierto pero siempre plagado de buenas, dudosas y hasta malas intenciones. No parece haber, en el medio, demasiada gente que se ocupe del cuarto en el recoveco: esa factoría de verdaderas cosas, textuales y físicas, que tienen que ver con la construcción del libro y que, por su naturaleza, implican una noción temporal muy distinta de las que se manejan para los procesos que preceden (la decisión de editar tal o cual cosa, por ejemplo) y siguen a su existencia real (la distribución, la prensa, esa vaga idea sobre «los lectores»). Es un tiempo de lectura que no es tal (en el sentido sobre el que se han vertido ríos de tinta) y, sobre todo, de un modo de intervención que atraviesa un discurso ajeno y un objetivo también ajeno. La ley, la única que impera en ese instante, es la de una gramática compleja, que es en apariencia parecida a la de la lengua pero no exactamente: atenazada por «la norma» siempre busca el resquicio para abarcar lo que el otro escribe sin que sea demasiado notoria la desviación y, al mismo tiempo, sin que las subjetividades cruzadas interfieran para generar un tono nuevo y extraño, que finalmente no será de nadie.
Si el libro es una cosa, su principio como tal está en ese punto de lucha asordinada. El proceso suele pensarse de manera inversa y se habla de editores con olfato, de circuitos de distribución, de nuevos soportes, de expectativas de lectura, de impacto... Pero nada de eso tiene que ver con la cosa en sí y al menos no he encontrado nada que considere el asunto al modo de cualquier chuchería made in China: un plástico correcto, algún detalle kitsch previsible, un par de pilas y una vida útil no precisada pero seguramente breve. A nadie se le ocurre pensar, ante un autito así, por decir algo, en el proceso que implicó su construcción ni, mucho menos, en quienes lo ejecutaron. Salvo que, por un azar, se produzca una grieta luminosa: en la pequeña manija blanca que pone el juguete en funcionamiento o fundido en el parabrisas de plástico oscuro con que remata el modelo, aparece un pelo, también por decir algo. Es, con seguridad, el pelo de un chino que muestra la equivocación, la imperfección que, por un instante, hace porosas las paredes de dos mundos destinados a no comunicarse jamás.
La metáfora que ahora se me ocurre tiene que ver con la lectura de los suplementos deportivos. En la jerga especializada que implican y que se respeta como no lo hacen otras áreas, se habla siempre del árbitro como aquel que está llamado a no influir en el curso del partido (ni por omisión ni por acción) pero, a la vez, su presencia es la que hace que el juego sea posible, que exista, que sea una cosa. De sus errores o aciertos depende que los periodistas especializados valoren su labor: será buena de manera directamente proporcional a su capacidad para pasar desapercibido. Con los libros ocurre algo parecido. El caso de Gordon Lish y su trabajo sobre los textos de Raymond Carver es elocuente para evidenciar la grieta. Durante años, y más allá de los rumores (asumidos por el propio Carver), no se supo mayormente nada de su intervención hasta que, tras varias décadas, la aparición de cámaras de última generación capaces de reproducir el movimiento de los jugadores de la manera más lenta imaginable lo pusieron en evidencia. Lish cobró un penal inexistente pero el gol fue válido al punto de fundar un linaje casi completo en la literatura norteamericana y para todos los que la leyeron con devoción. Y él, apenas, cambió unas cositas aquí y allá pero lo hizo, quizás, con verdadera conciencia del futuro. Ahora, eso se tiñe con el color de la canallada y siembra un inmenso campo de dudas en un lugar en el que los libros, por su naturaleza material, rara vez son solamente lo que son y, como aquí, entran en ese lado imposible y poco productivo de lo que deberían haber sido y ya no serán.
agosto / septiembre de 2010
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