31 ene 2016

07 / Perjurio de la nieve

Pero tenía la costumbre de comer abundantemente, 
incluso cuando no tenía ganas, por consideración a sí mismo.
Thomas Mann, La montaña mágica

De entre todos los fenómenos que se asocian con la lectura, el más raro, aunque persistente, es el olvido. Disfrazado de muchas maneras, el olvido es el fantasma que persigue a cualquier lector entrenado y, como en los mundiales de fútbol, la bestia negra que lo acosa a la espera de una distracción, un pase que se desvía o un giro hacia el lado incorrecto para meter el gol del triunfo que condena al vencido y lo manda de regreso a casa. De ahí que las estrategias para volver indeleble la lectura, sobre todo cuando es placentera, rozan siempre la neurosis (fichas, anotaciones al margen, reglas mnemotécnicas, ayudamemoria y, más que nada, la madre de todas las estrategias: la tautología, es decir, la relectura).

06 / Restos diurnos

¿Puede un libro no mío ser mío?
Creo que sí.
Alberto Fuguet

Los mejores libros son los que no existen. Y libros que no existen hay muchos. Muchísimos. Quizás sean tantos o más que los que existen, pues la  publicación no tiene nada que ver con la posibilidad de que pasen de un estado al otro: si un libro no existe, seguirá allí por más que sea publicado, reeditado, reseñado. La condición que lo vuelve inexistente es un poco misteriosa y difícil de describir pero tiene la contundencia de aquello que es porque no tiene opción de ser otra cosa. Y un libro que no existe mantiene, incluso con el tiempo, ese raro olor que lo dejó ahí, en el lugar innominado donde todo es, a la vez, posible y no, certero y dudoso, realista y fantástico, la historia y la premonición.

05 / Lunario sentimental

 …hará bien en no olvidar que una persona sabia es aquella 
que monotoniza la existencia pues, entonces, cada 
pequeño incidente, si sabe leerlo literariamente, 
tiene para ella el carácter de maravilla…
Enrique Vila-Matas, Dublinesca


El de editor es un trabajo sencillo. Al final, después de unos años, uno se acostumbra a todo y, lejos de la pasión inicial, el tedio posterior y la resignación final, acaba por confirmar que no podría haber hecho otra cosa durante tanta cantidad de tiempo: algo sencillo; dedicado, sí, pero sencillo. Eso no está ni bien ni mal: apenas es. Pero en el camino, que es ciertamente largo, al final se arriba a una especie de estado industrial que, ni bueno ni malo, también es. Y es porque, desde el principio, aquello que estaba en algún lugar del horizonte como una manera de inyectarse la motivación suficiente para acometer el siguiente original, empieza a desvanecerse un poco o, mejor, a licuarse como el agua que corre sobre un vidrio y que está de un lado pero también del otro. Ese momento, y justo ese, es el que deriva, mal que nos pese, en la necesidad de la autoayuda: conversamos entre nosotros para salir del cinismo o reencantarnos con algunas formas de la profesión que todavía persisten. Y conversamos largamente, como si ello fuera capaz de conjurar, después de un termo entero de mate, lo que imaginamos pasará al dejar el lugar donde estamos y volver a nuestros escritorios. Originales que llegan, libros para hacer, autores que atender, cincuenta, sesenta correos para responder en un rato que se vuelve efímero. 

04 / Charlie y la fábrica de chocolate

En el capítulo 12 de la primera temporada de The Big Bang Theory, titulado «La dualidad de Jerusalén», Sheldon Cooper baja hasta algo que parece el sótano de algún típico campus universitario norteamericano. Se detiene en la puerta, mientras Howard Wolowitz habla con su madre acerca de un supuesto chocolate que le mandó en una bolsa de papel y que ha desaparecido. La cara de Cooper es la de siempre: un pibe centrado en sí mismo con un involuntario desborde turro constante. Cooper, debajo del marco de la puerta, dice algo así como: «Con que esto es Ingeniería, eh…». Wolowitz corta rápidamente la conversación y contempla al recién llegado. Cooper avanza unos pasos y sigue: «Ingeniería…, el lugar donde los trabajadores de baja calificación ejecutan los planes de los que piensan». (La cara de Wolowitz es, en este punto, la representación exacta del hastío más profundo: entre azorado y consternado, pero con anteojos plásticos, transparentes y de seguridad). Cooper hace una mueca y termina: «Hola, umpa-lumpas de la ciencia». Risas grabadas.

03 / Vivir afuera

El trabajo de las editoriales está siempre rodeado de una variada fauna de personajes movidos por el deseo y la idealización —por si fueran, acaso, cosas distintas—. Dejando de lado a ciertos autores, editores, periodistas, libreros, transportistas, imprenteros y gente por el estilo que de verdad logró construir un oficio y, también de verdad, más o menos trabaja todos los días, después de una buena cantidad de años una editorial se transforma en un embudo capaz de absorber y repeler al mismo tiempo a un segundo círculo de personas que, de entrada, son innecesarias para la marcha diaria del asunto pero que a la larga tal vez le den alguna razón de existencia. 

02 / Manual de perdedores

A los tres que, de este lado de las montañas, 
hacen lo mismo que yo pero bien


Las cosas con los libros, casi siempre, tienen algún grado de tensión que predispone a una batalla sorda, camuflada y muchas veces hipócrita que acaba por poner en evidencia un juego de petulancias que se resuelve —como dije latosamente en la columna anterior—, en una materialidad difusa que en ciertas ocasiones puede dejar inconformes a ambos contendores. El oficio no porta en sí mismo las dosis de glamour suficientes como para que la pelea sea verdaderamente justa: eso, que es siempre la extrapolación de una imagen individual, queda más bien para el solaz del que está en la vereda de enfrente, del tipo que escribe y que, más por necesidad que por real pulsión de deseo, acaba por someterse —al menos en apariencia— al proceso que supone hacer de su arte, de su inspiración, de su genialidad, una simple cosa, un librito.

01 / El cuarto en el recoveco

Todo esto partió con un par de frases comunes que se colaron en el libro de Sylvia Saítta sobre Arlt y que seguramente escribió así como salieron publicadas, o quizás peor. Eso, ahora, da lo mismo: ella no tiene la culpa y el libro es muy bueno. Pero esa estupidez, que tiene el encanto de ser nada más que un detalle, me empujó a pensar en la manera en que esas oraciones resistieron durante los ocho años que transcurrieron entre la primera y la segunda edición, en cómo alguien las leyó y las dejó tal cual estaban aun pudiendo corregirlas, en que quizás nadie las vio o, lo más preocupante, en que tal vez estén en un plano textual en el que pasan desapercibidas y el error es solamente el de una lectura —mi lectura, en este caso—, que prefiere verlas como algo imperfecto y balbuceante. Es posible que sean citadas en papers, ensayos críticos, tesis, tesinas, trabajos prácticos y cualquier otro de los subproductos textuales, más o menos decentes, que generan ciertas lecturas. Y también es posible que, en todos esos casos, las fracesitas queden intocadas, absueltas de todo pecado sólo por lo que dicen, por su carácter funcional, tributario de un fin que será noble pero que acarreará sus propias falencias junto con las ajenas, en un juego que por lo general desecha toda materialidad y se inscribe en las convenciones que nos mantienen operativos dentro de este mundo donde es difícil imaginar cualquier cosa que no haya sido escrita como verdadera.