31 ene 2016

02 / Manual de perdedores

A los tres que, de este lado de las montañas, 
hacen lo mismo que yo pero bien


Las cosas con los libros, casi siempre, tienen algún grado de tensión que predispone a una batalla sorda, camuflada y muchas veces hipócrita que acaba por poner en evidencia un juego de petulancias que se resuelve —como dije latosamente en la columna anterior—, en una materialidad difusa que en ciertas ocasiones puede dejar inconformes a ambos contendores. El oficio no porta en sí mismo las dosis de glamour suficientes como para que la pelea sea verdaderamente justa: eso, que es siempre la extrapolación de una imagen individual, queda más bien para el solaz del que está en la vereda de enfrente, del tipo que escribe y que, más por necesidad que por real pulsión de deseo, acaba por someterse —al menos en apariencia— al proceso que supone hacer de su arte, de su inspiración, de su genialidad, una simple cosa, un librito.

     A la nula vistosidad del oficio enseguida se suma, también, la condena histórica y la elocuente lista de errores, malas percepciones, adjudicaciones incorrectas, prejuicios, insolvencias económicas y de las otras, en fin… para decirlo con estilo latino occidental, varias cagadas que no ayudan en nada en el momento de torcerle la dirección a un camino que, en el fondo, tampoco debe ser alterado. Cuando la batalla comienza, cuando el autor y el editor se encuentran en ese espacio común que no existe, todo esto aparece en el ring como la imagen de Tyson arrancándole la oreja de un mordisco a Evander Holyfield: quizás ninguno de los dos haya sido tan buen boxeador, pero estoy seguro de que uno mete más miedo que el otro gracias a esa leve, breve y atávica rotura del reglamento.
     Volví a pensar en esa batalla al leer una novela no tan nueva de Benjamin Black, que en realidad es John Banville, como todo el mundo sabe. Se trata de El secreto de Christine (traducida de manera bastante decorosa —salvo por el título— por Miguel Martínez Lage para Alfaguara, en 2007, del original Christine Falls, del año anterior), y desde afuera todo parece indicar que es una novela policial, negra, en fin… eso que también todo el mundo sabe. El texto es, si cabe, una especie de engaño que no vendría al caso reseñar aquí, pero sí quisiera decir que me gustó más de lo que esperaba que me gustara. Ahora, el tema es que en ese libro, solapadamente, aparece uno de los más elocuentes rings de box que he visto en los últimos tiempos, uno en el que la tensión parece haberse resuelto en su propia enunciación y, aunque desnuda bastante bien a los luchadores (uno, escudado en una pulsión estetizante y aristocrática; los otros, en la duda simple acerca del futuro), deja para el lector transformar la puesta en escena en una tensión o en algo incomprensible a simple vista.
     Cuando lo compré —barato, en una liquidación de la filial local de la editorial—, de entrada empezaron los problemas: el libro conservaba la bolsa de nailon (termorretractilado, se llama) que impide que el manoseo en las librerías, los viajes en cajas y demás recorridos insondables arruinen una cantidad peligrosa de libros (siempre hay alguno que se sacrifica, pero se trata de que sean los menos posibles). En la esquina inferior derecha, sobre al nailon mismo, había un autoadhesivo muy bien impreso (a tono con el rojo y negro predominantes de la portada) que decía: «Benjamin Black es John Banville». En la portada, por supuesto, está impreso el nombre del «autor»: Benjamin Black. ¿Qué es lo que un lector desinformado puede pensar al ver algo así y solamente eso? Se me ocurre que agregaría un palito a la lista de las atrocidades cometidas por los editores y pensaría quizás que la jugada de inventar detrás de un escritor reputado a un «simple narrador de policiales» salió tan mal, vendieron tan poco y están tan preocupados que tuvieron que decir «la verdad» (haciendo un chiste bastante imbécil, sería como poner en Conversación en la catedral un sticker que dijera «Mario Vargas Llosa es Gabriel García Márquez», y ver si las ventas aumentan un poco; tal vez no pase nada, pero se armaría un lindo quilombo). 
     Retirado el nailon, vamos a la solapa: una foto de un tipo en impermeable, con cara de irlandés que, por supuesto, es John Banville (y no Benjamin Black, que evidentemente, a estas alturas, no existe). Debajo, el típico currículum editorial con los datos y los libros publicados por… John Banville, pues este es el primero de Benjamin Black, si es que existe, por lo que no puede haber escrito nada antes, es un novato. Todo bien, pero a estas alturas el sentido del adhesivo sobre el plástico está casi anulado (supongamos que servía, claro, para aquellos que no lo rompen en la librería sin comprar el libro). En la contratapa, que está bastante bien para el género, vuelve a perder sentido el adhesivo, pues allí dice: «La inocencia es el escondite perfecto del crimen. Dublín, años cincuenta. En un depósito de cadáveres, una turbia trama de secretos familiares y organizaciones clandestinas comienza a desvelarse tras el hallazgo de un cuerpo que nunca tendría que haber estado allí. Una oscura conspiración que abarca ambos lados del Altántico y que acaba envolviendo en un siniestro abrazo, inesperadamente, la vida misma de todos los protagonistas. Demos la bienvenida a Benjamin Black. Nos encontraremos  lo mejor de un extraordinario escritor, John Banville, también entre la niebla, los vapores del whisky y el humo de los cigarrillos de un Dublín convertido en el escenario perfecto para la mejor literatura negra. Por sus magníficas descripciones de personajes y ambientes, con un lenguaje preciso, elegante e inteligente, John Banville está considerado como el gran renovador de la literatura irlandesa y uno de los más importantes escritores en lengua inglesa de la actualidad». Raro, ¿no? (la cursiva es mía, pero vamos: esa frase no tiene sentido tal como está, por esquizofrénica sin necesidad).
     Así las cosas, no queda más que preguntarse para qué tanto escándalo y, también, qué clase de árbitro podría dirimir por puntos un combate desigual en el que, en apariencia, Banville lleva las de ganar (quizás le gusten las orejas) y los editores quedaron entrampados entre su rol histórico y un deseo de satisfacción temerosa. Porque no es posible pedirles que arriesguen el éxito ni tampoco que contraríen un armado que, viniendo de Banville, tiene implicancias en la idea de una escritura siempre consciente de sí misma (algo que también lo convierte, en algún punto, en un gesto temeroso). El tema de los seudónimos es de larga data en la literatura y no tiene mayor sentido reseñarlo ahora, pero creo que son menores los casos en los que queda registrada en el libro, en esa simple cosa, la batalla por separar y unir, por sumarse a una tradición y desdeñarla y, sobre todo, por querer ampliar un universo de lectores (los que valoran la elegancia de Banville) hacia otros sobre los que nadie sabe demasiado (los que gustan de la novela negra y que, para un editor "convencional», por lo general no son exactamente lectores sino que responden a la idea de consumidores a secas: novela negra, novela rosa, autoayuda, «esos» géneros, da igual). 
     En el corazón de esa falacia están las armas de uno y de otros: ¿para quiénes?, ¿de qué manera? La singularidad que implica la escenificación de este caso me llevó, por asociación pedestre, a Raymond Chandler y esa especie de resentimiento consustancial, esa rabia casi constante contra el oficio que lo convirtió en un mordedor de orejas solapado pues, si la memoria no está traicionando el asunto, no recuerdo ahora ningún libro/cosa en el que esto estuviera tan presente y de manera tan evidente como en el caso de Black/Banville. Sí, claro, en cartas, declaraciones, entrevistas y demás lugares periféricos donde también se construye el personaje, tal vez de manera más efectiva. Así, en una carta de 1948 a Frederick Louis Allen, director de Harper’s Magazine (tomada de El simple arte de escribir. Cartas y ensayos escogidos, Buenos Aires, Emecé, 2002, traducido por César Aira), se acomoda en la mejor esquina del ring y se ajusta los guantes: «Hace mucho tiempo cuando escribía para las revistas baratas, puse en un cuento una línea que decía algo así como ‘bajó del auto y caminó por la acera soleada hasta la sombra del portal, que cayó sobre su rostro como agua fría'. Lo eliminaron cuando publicaron el cuento. Sus lectores no apreciaban esa clase de cosas, que solo retardaban la acción. Y yo me propuse demostrar que estaban equivocados. Mi teoría era que solo creían que no les importaba nada que no fuera la acción; que en realidad, aunque no lo sabían, la acción les importaba muy poco. Las cosas que realmente les importaban, y las que me importaban a mí, eran la creación de la emoción mediante el diálogo y la descripción; las cosas que recordaban, que les quedaban, no eran por ejemplo que a un hombre lo mataran, sino que en el momento de la muerte estaba tratando de tomar un ganchito de papeles de la superficie pulida de un escritorio, que se escapaba de sus dedos, por lo que había una mueca de tensión en su cara y su boca estaba entreabierta en una especie de mueca atormentada, y en lo último que pensaba era en la muerte. Ni siquiera oyó que abrían la puerta. El condenado ganchito seguía escapándosele de los dedos y a él no se le ocurría empujarlo hasta el borde del escritorio y tomarlo de allí».
     Ahora, la derrota es clara y torpe, por propia: seguir insistiendo con más o menos los mismos temas desde un punto de vista apenas desplazado y, encima, apelando a metáforas deportivas ciertamente poco elaboradas, torpes y previsibles. En este caso, además de la autocensura y la promesa de no incurrir en el futuro en los mismos errores, queda una tranquilidad tonta pero elocuente: no hay ninguna posibilidad de que pueda morderme la oreja. You lost.

diciembre 2010 / enero 2011

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