Creo que sí.
Alberto Fuguet
Los mejores libros son los que no existen. Y libros que no existen hay muchos. Muchísimos. Quizás sean tantos o más que los que existen, pues la publicación no tiene nada que ver con la posibilidad de que pasen de un estado al otro: si un libro no existe, seguirá allí por más que sea publicado, reeditado, reseñado. La condición que lo vuelve inexistente es un poco misteriosa y difícil de describir pero tiene la contundencia de aquello que es porque no tiene opción de ser otra cosa. Y un libro que no existe mantiene, incluso con el tiempo, ese raro olor que lo dejó ahí, en el lugar innominado donde todo es, a la vez, posible y no, certero y dudoso, realista y fantástico, la historia y la premonición.
La tuberculosis que mató a Kafka con poco más de cuarenta años tuvo la rara cualidad de fundar un mito y cambiar la historia de la literatura de la segunda mitad del siglo xx (muchos mitos hay que no cambiaron nada). Y aunque sus padres, que lo harían viejos, y sus hermanas (que morirían después, en el Holocausto) tuvieron algo de tiempo para hacerlo, fue Max Brod (compañero de curso y amigote) el que iniciaría esa deriva, al salvar y publicar los originales que Kafka hubiera querido ver incendiados: no le dio pelota. Eso está bien, eso está mal, quién sabe, pero la verdad histórica dice que hubo un deseo y que tal deseo no fue satisfecho. (También se habla de los manuscritos que quedaron en poder de su mujer y que secuestró la Gestapo en los años treinta y que todavía continúan desaparecidos, pero ese es otro asunto). El ejemplo remanido tiene, por lo mismo, la suficiente elocuencia para dejar claro que todos los libros de Kafka que aparecieron tras su muerte (El proceso, por supuesto, en primer lugar) jamás estuvieron del lado de la inexistencia y, por el contrario, aun antes de Brod, eran libros. La obsesión y el trabajo los dotaron, aún antes de ser, de la condición suficiente para perdurar de manera independiente de los avatares editoriales que se fueron sucediendo y que, con todo, les dieron todavía más existencia. [Es claro el caso de Carta al padre: cualquiera, en su lugar, habría pospuesto esa revelación, que estaba condicionada en el mismo temor que generó, si cabe, la literatura: un viejo más o menos hijo de puta].
Los libros que no existen están y no transidos por las circunstancias de su aparición, pues en la dificultad por desentrañarlos juega en primera fila la lectura (y su posibilidad) y, un poco más atrás, el resto de las paparruchadas que rodean el momento en que uno de esos libros, sin querer, pasa de un estado a otro, pues intentan sin éxito y de manera irremediable acercarlo a una horizontalidad pareja y tan sin accidentes como la laguna de Ponce. [Sobre este tema no quiero abundar porque Miguel Dalmaroni le da bien el palo al gato en su última columna aquí mismo, la que se titula «Algo más sobre el ‘lector común’». A pesar de que entendí poco de todo eso, y está bien así, me quedo, con intención aviesa e instrumental, con aquello que cita al final acerca de la controversia entre Badiou y Nancy por el sentido y lo verdadero; para más detalles, pregúntenle a él, que sabe de lo que habla].
La pregunta es, en última instancia, acerca de la manera de encontrar un libro que no existe y diferenciarlo de todos los demás. Es, claro, una especie de delirio de ciertos editores más o menos verdaderos que no sueñan con descubrir el libro que nadie vio y que lo consagrará ante los demás y en el bolsillo (eso no hace que el libro exista, es solamente un juego basado en el condicionante tipo Oliver Twist que agranda la suerte y la configuración de su azar) sino que se enfrenta con las ganas de encontrar un libro inexistente, publicarlo y que, en cada lectura, mantenga esa condición como una marca de agua, un destino, un atavismo incalculable que vuelve sobre la primera lectura (que sería la del editor, en este caso) para confirmar que, en el fondo, la cosa es verdadera. [Y no quisiera que esto se confunda con una idea un poco fascista del asunto en tanto determina un modo de leer y lo hace único, pues se trata de otra cosa que, si no fuera un poco fascista decirlo en este contexto, me atrevería a pensar como un dogma incuestionable, una cuestión de fe, algo que está por encima de nosotros y que no basta con juntar las manos y mirar al cielo para descubrirlo: es más una casualidad que una certeza, un algo que viene —epifánico pero no exageremos tampoco— y que se ve con claridad por un momento; la fe, el dogma siguen cuando hay la pulsión por replicarlo, en uno y en otros. Sobre esto, mejor, también pregúntenle a Dalmaroni].
Hay un par de casos que, se me ocurre, podrían ilustrar algo de todo esto. Uno es el de los papeles recuperados (y publicados) de Juan José Saer, trabajo acucioso a cargo de Julio Premat y un equipo bastante importante de personas (Sergio Delgado entre ellos, que ya había leído, además de muchas otras cosas, a Juanele de esa manera). En varios tomos (tres hasta el momento, pero se proyecta un cuarto, con los ensayos), se recopilan todos (o casi todos) los textos y cuadernos que dejó Saer, en su escritorio francés, en poder de su hermana, al momento de su muerte. Hay una lectura obvia y también específica del conjunto, que resulta funcional tanto al académico interesado como al groupie más o menos normal que responde a un impulso legítimo y verdadero (cuya verificación es más dudosa en el primer lector). Y, desde allí, la contaminación resulta más o menos inevitable, pues la dirección parece marcada de manera conjetural entre el hallazgo, la obra en curso y las versiones publicadas en vida por Saer. Pero ¿qué pasaría si por un instante el libro se lee como lo que es, un libro que no existe? ¿Qué pasaría si, en ese momento, el de la lectura, la consecución de una línea, de principio a fin, arma el libro que nadie pensó y que, por lo mismo, nadie escribió? El efecto a veces dura solo un momento, pues las voces de lecturas anteriores casi siempre invaden la cabeza con su cháchara conventillera, pero cuando ocurre (hay que intentar, nomás), es posible comprobar que ni siquiera el ordenamiento lógico (pero arbitrario) que tienen los hallazgos prefigura una influencia: es un momento límpido, un poco raro, de una aislación extrema donde los textos, nacidos del impulso de ser otros, igual, y pese a eso, funcionan. Se trata, más bien, de eliminar la sucesión histórica (en ese caso, los textos se transformarían en un camino, y el efecto se desvanece) y creer en la ilusión que produce el presente del acto de lectura como si fuera, por un instante, lo único posible. En cierto sentido, el ejercicio es pueril. Muy pueril. Pero la trampa y del desafío se esconden, tal vez, en que ya no somos niños. Si resulta bien, el momento tiene, otra vez, la fuerza de una visión: el instante en que la escritura (de Saer) se inscribe, a secas, en algo que, allí, justo allí, no es, entonces, ni será, tampoco, un libro (quizás lo sea después, pero en otra instancia, en otra escritura).
Además de Saer, me pasó lo mismo casi en la misma época (o de manera simultánea), pero diferente, con un libro de Alberto Fuguet: Tránsitos. Una cartografía literaria (2013), un mamotreto de quinientas páginas que reúne, bajo el alero de un editor (Alejandro Aliaga, que hizo la selección), textos publicados antes en revistas, algunos prólogos, ensayos, crónicas, recuentos, perfiles y otros inéditos. Un libro que, de entrada, carga con el prejuicio no de lo raro (que muchas veces linda con lo inútil) sino del oportunismo (cuya legitimidad podríamos discutir un rato largo si no fuera tan innecesario). Pero no. O, al menos, no en mi experiencia de lectura en clave inexistente. El libro deriva de un texto a otro con mayor o menor interés pero, de pronto, en la claridad del tono de Fuguet (una especie de escritura periodística transida, incluso, por defectos predecibles y, por lo mismo, efectivos), el tiempo se detiene. En una crónica sobre su relación con José Donoso, interrumpida con comentarios triviales sobre un presente que instala ese encuentro en un pasado que suena inventado (pero no lo es); o en los ajustes de cuentas, deliberados pero calmados, con un grupo de lectores ciertamente esnobs que le dieron, a Fuguet y hace años, lo que es hoy su fama y su condena; pero también en el recuerdo de la infancia en California y, sobre todo, en el cruce con la lengua materna desconocida (eso es muy raro), entre todo eso, digo, y en oposición al tipo de efecto que producen los manuscritos de Saer, se ve, clarita, clarita, la desaparición, la nebulosa, el agujero negro: es un extenso libro sobre nada cargado de muchas cosas. Cuando el efecto viene, y en un texto tan largo hay varias oportunidades si se lee tranquilo o en el baño, el libro que no existe tiene, aquí, la forma de una confesión, de un ajuste de cuentas (eso es evidente en algunos textos, pero creo que va más allá durante el trance), de un diálogo que intenta convencer al lector pero se queda en el camino, porque se topa con sus propias limitaciones y se extiende, como una mancha de aceite, hacia todos los capítulos sin que importe en absoluto la peripecia que narra cada uno. El que aparece en el otro libro es un Fuguet enfrentado consigo mismo (con la historia de lo que fue) y mientras intenta dar cuenta de eso, en el texto que escribe, no le sale, no funciona (porque lo banaliza), pero termina traspasando el esfuerzo al conjunto con un acto del todo involuntario que lo vuelve inolvidable.
Algunos editores, como dije, buscan el libro inexistente como si fuera una novela de aventuras. Cuesta entender que el esfuerzo no vale la pena porque cuando aparecen no están del lado material que se persigue sino de ese otro que no depende de ningún esfuerzo editorial para generarlo. Es la cosa mística, un poco pava, que a veces conviene pensar desde algún lado un poco más certero para seguir creyendo que, aunque no lo sean, esos libros también están, en alguna parte, esperando la red de mariposas que los atrape en el momento justo. Después, como siempre, el bicho se escapa, vuelva hacia el árbol que está ahí al lado, y todo sigue más o menos como siempre pero, como bien dice el profundo saber popular, quién te quita lo bailado.
Santiago del Nuevo Extremo, febrero / marzo de 2014.
[Para BazarAmericano, actualización de marzo/abril de 2014]
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