31 ene 2016

07 / Perjurio de la nieve

Pero tenía la costumbre de comer abundantemente, 
incluso cuando no tenía ganas, por consideración a sí mismo.
Thomas Mann, La montaña mágica

De entre todos los fenómenos que se asocian con la lectura, el más raro, aunque persistente, es el olvido. Disfrazado de muchas maneras, el olvido es el fantasma que persigue a cualquier lector entrenado y, como en los mundiales de fútbol, la bestia negra que lo acosa a la espera de una distracción, un pase que se desvía o un giro hacia el lado incorrecto para meter el gol del triunfo que condena al vencido y lo manda de regreso a casa. De ahí que las estrategias para volver indeleble la lectura, sobre todo cuando es placentera, rozan siempre la neurosis (fichas, anotaciones al margen, reglas mnemotécnicas, ayudamemoria y, más que nada, la madre de todas las estrategias: la tautología, es decir, la relectura).
     Todo eso está muy bien pero, de pronto, algunas tardes (en invierno es peor) la pulsión por los libros, esas cosas tan simples, se transforma en una condena y me gustaría, sin más, hacer cualquier otra cosa menos eso. No sé, trabajar en una pizzería o —y esta es una fantasía recurrente— atender el pasillo de los inodoros en el homecenter que está más cerca de mi casa. Interactuar con plomeros, aprender de descargas, flaps, cadenas, coplas y codos de cobre y bronce, soldadura de plomo y estaño, sopletes y tubos de pvc. Esas cosas. Es una fantasía trivial pero en esos raros momentos, cuando el sol empieza a caer, se me presenta como verdadera. Y más allá del cansancio físico o de la rutina que implica cualquier trabajo, imagino que la sensación tiene que ver con la unión entre placer y subsistencia, lo que me retrotrae al pasado y me muestra, con elocuencia, una suma importante de decisiones que, en ese instante epifánico, encuentro todas equivocadas. La «vuelta al libro» proyectada desde la adolescencia y, hasta ahora, asediada una y otra vez de las más diversas maneras (en el largo camino entre negro literario y editor, por decir algo) no es más que un aprendizaje un poco tonto para darse cuenta, en la medianía de la edad, que sin duda había opciones mejores.
     Insistir en la materialidad del objeto es una estrategia que esconde una pasión. Creer que eso puede resolver algunos de los conflictos que toda pasión lleva consigo es una estupidez. Pero arriesgar una salida que implica la banalización de otro oficio es la peor de las actitudes y siento que abrigar esos sentimientos me condena, casi de una manera religiosa. Ni mil años de penitencia lograrán absolverme del deseo de una vida simple (que es lo que tengo) pero sin la complejidad ilusoria de las muchas voces haciendo la cosa más sencilla: un libro. Cuando el tipo del pasillo de los inodoros del homecenter rechaza a un cliente, responde cualquier pavada o niega un conocimiento que quizás tenga para evitar una conversación mayor y abstrusa con esa vieja que busca el coso para el cosito que va en la cosa, está haciendo lo mismo que yo cuando eludo juicios lapidarios, arreglo textos que no me interesan o, directamente, cuando miento sobre finales que podrían ser mejores o resoluciones de primeros párrafos que terminan en un lujurioso y horrible «etcétera» (eso, tanto como la cosa del cosito debe irritar al ferretero, me parece una aberración de las peores y es, sí, claro, un sentimiento irracional, aunque una debilidad común de ciertos libros nacidos en las universidades: no se terminan, repito, no se terminan los primeros párrafos de nada con un «etc.»). Entonces, digo, el asunto no parece tener ninguna escapatoria.
     A la idealización constante del oficio (el que dice, extasiado, «ah, qué lindo, hacés libros», no tiene idea de lo que está hablando y, si bien no implica horas al sol ni riesgos físicos mayores, lo que podría verse como una ventaja, es un trabajo igual que cualquier otro) solo resta oponer la única cosa irreductible que lo hermana con la nobleza de los materiales (el codo de media pulgada tiene una función pero su esencia de cobre lo une con la tierra y la evolución geológica de la materia: he ahí su verdadera estrella): la lectura como actividad, como salida y como conjuro. Porque horas de conversación, peleas y debates con autores, diseñadores, colegas, pares, jefes, imprenteros y los miles que componen esa lista siempre dispuesta sumar actores, son el papel picado de una fiesta que empieza y termina en la lectura —que no en su disfrute— porque representa el momento exacto de soledad extrema, el rato en que, aunque hace un instante haya estado desbordante, los clientes desaparecen o se vuelcan todos al pasillo de los clavos o de los pegamentos y siliconas, como si estar ahí fuera mucho más divertido que contemplar inodoros. 
     En los últimos diez o doce años, por motivos de uno y otro lado, habré leído unos dos mil quinientos o tres mil libros, quizás más, quizás menos, quién sabe. En una escala muy variable propia de la industria, ese trabajo puede ir variando a medida que se suman colaboradores o se agregan responsabilidades diversas, y el volumen aumenta o disminuye, se especializa y se concentra (leer manuscritos iniciales, manuscritos corregidos, solo editar, solo revisar, en fin… la variedad es infinita), pero rara vez decae la pulsión por leerlo todo. Y eso es, por supuesto, un gran problema. Ante ese panorama, las escapatorias son pocas y no queda más que construir, paso a paso y con diligencia artesanal, una especie de estrategia del olvido que sea lo suficientemente selectiva como para no invadirlo todo y generar, al fin, el devenir en un perfecto idiota. Es un proceso ambicioso pero, con los años, se puede lograr cierto estándar de olvido voluntario frente a la lectura que resulta bastante funcional. 
     Atacando el modo de leer de la infancia (acelerado y prendido, casi siempre, de la posibilidad de una aventura) la estrategia de este recorte tiene un sentido profundo de sobrevivencia. Entre la neurología perinatal o la historia de Beowulf en anglosajón y español, pasando por poesía polaca (bilingüe, válgame dios ese alfabeto) y toda laya de novelas, cuentos, crítica literaria, ensayos de ciencias sociales y arriesgadas teorías fundadas en la especulación teológica, la sensación que queda es, una vez más, la de que se invierte demasiado tiempo en leer cosas que no parecen tener sentido y, sobre todo, no están sostenidas por la pulsión más primaria de la voluntad. Eso que el tipo que atiende en la ferretería hace de manera automática con solamente ver un ejemplo, o esa capacidad de decodificar, en el contexto adecuado, la referencia exofórica de la palabra coso, en este oficio es una rara mezcla de culpa y satisfacción entre la tarea realizada y la capacidad de, una vez hecha, olvidarla cuanto antes. Porque, en un punto, no es posible sobrevivir a algo así con la misma disposición ni atención. La clave está, claro, en que la selección logre automatizarse como para que la red neuronal consiga decidir sin mayor esfuerzo qué cosas debe conservar para siempre y cuáles puede procesar de manera automática. Y ahora estoy en eso, con dos libros sobre el escritorio: uno que elegí y otro que no pero que, invariablemente, deberé olvidar para poder seguir leyendo.

Santiago del Nuevo Extremo, 12 de julio de 2014.

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