El perro lo miraba desde el borde del arroyo, pero del otro lado. Él (las manos junto al cuerpo, esa mirada de siempre y la cabeza, sí, la cabeza un poco hacia el costado, pesándole) estaba en una tensión calma que tendía una línea de energía invisible entre sus ojos oscuros y los del perro, que esa tarde se le antojaron amarillos, distintos. En el medio, el agua se encrespaba siguiendo el ritmo de las piedras y se movía siempre en la misma dirección, sin esperar que se resolviera nada de lo que ocurría en la superficie. El perro, el hombre. No quería moverse porque eso hubiera significado una forma de la derrota. El perro lo sabía y mantenía las patas al frente, el culo en la tierra, la cola tensa, hacia atrás, en una recta perfecta e imposible. Las hojas se movieron un poco siguiendo el recorrido de un viento cálido que levantó la tierra del fondo del rancho allá, donde las gallinas competían para ver cuál atrapaba más granos. No quería pensar, no quería sentir nada. Si lo hubiera hecho, el perro se habría dado cuenta y, ante la fuerza de una señal, quizás le hubiera restado la opción de una contienda justa. El perro, el hombre: en ese instante preciso del verano constituían una misma entidad unida por pensamientos palpables y diferentes. Negro, fuerte, el perro no quería dejar de mirarlo porque intuía que, a pesar de todo, eso podría ser su perdición. Se creía dominador de lo que pasaba. Tenía el control. Si no fuera por el agua que los distanciaba, la mano cálida del hombre (un poco áspera, sí, con tierra desde siempre) hubiera podido acabar con todo para lograr, con un gesto simple, una improbable reconciliación. Lo que el hombre tenía en la cabeza, aunque no le pesara, lo obligaba a ladearla. Insiste: no quería pensar porque eso sería insultar al animal y podría haberlo percibido. Ni cuando llegó al rancho y vio el desastre ni cuando imaginó que ese gesto simple y previsible significaba el inicio de un final, lo pensó como pensaban sus vecinos a sus perros similares. El pollo se había convertido en un montón de plumas y huesos raídos que, como si supiera, el bicho había descartado con cuidado. Las latas tiradas en el piso, algunos platos rotos, el único almohadón despanzurrado en miles de pedazos que salpicaban el lugar en una nevazón tupida. No pensó en ese momento ni lo iba a pensar ahora, pero ambos lo sabían y el arroyo, que los separaba de manera inocente, sería el único testigo de lo que iba a pasar, si es que algo pasaba. El hombre, el perro. Venían de lugares diferentes pero, por azar o necesidad, habían compartido varios años de su vida hasta ese punto. Los ojos del hombre adquirieron, al rato, una sombra de otro tiempo que los llenó de opacidad. El perro, enfrente y sin moverse, quizás se dio cuenta, quizás no. Pero el hombre, al ver que el sol de la tarde empezaba a bajar hasta su desaparición, comprendió que ya no tenía sentido tratar de ganar una batalla, pues no estaba en su destino ese tipo de cosas. «Perro de mierda», pensó sin mover la cabeza y el bicho, enfrente, detuvo la mirada un instante, se levantó, giró y empezó a caminar en dirección contraria.
22 de mayo de 2015
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