15 mar 2016

Enrique Butti [La daga latente]

Enrique M. Butti, La daga latente, Buenos Aires, Colihue, 2006; colección “Nave Madre”, dirigida por Elvio E. Gandolfo; 110pp.
Con paciencia, con empecinamiento, el Negro Ordóñez le explicaba al Cieguito el fenómeno de las sombras.
     Si no hay ninguna luz, todo es sombra, no se ve nada, todos somos ciegos como vos. Si aparece una luz, la sombra se acurruca atrás de cada cosa. Si hay luz fuerte y alta —la luz más fuerte y alta es la del sol del verano al mediodía— la sombra se esconde abajo de toda cosa y espera, sabiendo que lleva las de ganar.
     Abajo y adentro de toda cosa siempre hay sombra, a menos que ahí abajo o ahí adentro se encienda una luz. Pero siempre hay un más abajo para la guarida de las sombras.
     Hay cosas que se llaman transparentes, como ser el agua limpia, el vidrio y algunas telas.
     Las cosas transparentes dejan pasar la luz y no echan sombra.
  El Cieguito entendía de todo esto lo que quería. No dejaba de asombrarlo que uno arrastrase sombras sin darse cuenta. [p. 11-12]

14 mar 2016

Salinger y el jazz [Salinger]

David Shields y Shane Salerno, 
Salinger, Barcelona, 
Seix Barral, 2014; 
traducción de Javier Calvo; 734 pp.
«Hay mucho jazz que me gusta, resumiendo, y sé lo mucho que se divierten los improvisadores. ¿Por qué no se iban a divertir? Casi siempre hacen su música en parejas o en grupos, y se dedican a suministrarse los unos a los otros patrones musicales estilizados de antemano, frases musicales casi siempre basadas de forma identificable en repertorios previos, en otras sesiones, actuaciones y piezas. Hasta el músico de jazz que trabaja solo, el solista, casi nunca hace nada claramente nuevo, nada que no se haya hecho nunca, nada que sea de primera mano y haga callar a todo el mundo. Hasta cuando el improvisador de jazz está en plena forma, en su mejor momento, lo que hace principalmente es basarse (con una confianza casi perfecta) en un compuesto o combinación de […] efectos que ya se desarrollaron dentro de él y que él sabe que de forma casi absolutamente segura se recolocarán en forma de «nuevos» patrones caleidoscópicos (¿se escribe así?) si él se aplica a su instrumento con asiduidad, con afecto, en sintonía con los demás o simplemente con la ocasión, y siempre y cuando no esté demasiado borracho o drogado. Lo he visto suceder una y otra vez, y jamás consigue impresionarme, ni siquiera cuando estoy escuchando con placer verdadero.
    Me parece una falta total de prodigio el hecho de que escribiendo uno casi nunca se lo pase en grande. Si no es la más difícil de las artes —y yo creo que lo es—, está claro que es la más antinatural, y por ello la más fatigosa. No es de fiar y no produce más que incertidumbre». [p. 466]

10 mar 2016

Néstor Sánchez [Siberia blues]

Néstor Sánchez, Siberia blues,
Buenos Aires, Paradiso, 2013 [1967]
«Mientras el perro de paladar oscuro, el mendigo, juega en secreto con vos, te lame las manos negras, por el tizne hasta que alguien lo patea y todavía pueden tomar conciencia de que sos un chico el que raspa, despedirte con un ademán seco hacia el exilio» [p. 11].


«La que está sentada parece más vieja aunque si uno se abandona puede desembocarse a desengaños como tiros, como telegramas de un loco» [p. 18]

«...y yo adelante les muestro cómo se camina entre las piernas de una mujer cuando se dejó de lado el terror» [p. 32]


«...debido a eso del tiempo que depende de uno y yo no quiero esperar, yo tampoco sé te juro por lo que más quiero lo que quiero pero no quiero esperar» [p. 55]


A fucking dog

El perro lo miraba desde el borde del arroyo, pero del otro lado. Él (las manos junto al cuerpo, esa mirada de siempre y la cabeza, sí, la cabeza un poco hacia el costado, pesándole) estaba en una tensión calma que tendía una línea de energía invisible entre sus ojos oscuros y los del perro, que esa tarde se le antojaron amarillos, distintos. En el medio, el agua se encrespaba siguiendo el ritmo de las piedras y se movía siempre en la misma dirección, sin esperar que se resolviera nada de lo que ocurría en la superficie. El perro, el hombre. No quería moverse porque eso hubiera significado una forma de la derrota. El perro lo sabía y mantenía las patas al frente, el culo en la tierra, la cola tensa, hacia atrás, en una recta perfecta e imposible. Las hojas se movieron un poco siguiendo el recorrido de un viento cálido que levantó la tierra del fondo del rancho allá, donde las gallinas competían para ver cuál atrapaba más granos. No quería pensar, no quería sentir nada. Si lo hubiera hecho, el perro se habría dado cuenta y, ante la fuerza de una señal, quizás le hubiera restado la opción de una contienda justa. El perro, el hombre: en ese instante preciso del verano constituían una misma entidad unida por pensamientos palpables y diferentes. Negro, fuerte, el perro no quería dejar de mirarlo porque intuía que, a pesar de todo, eso podría ser su perdición. Se creía dominador de lo que pasaba. Tenía el control. Si no fuera por el agua que los distanciaba, la mano cálida del hombre (un poco áspera, sí, con tierra desde siempre) hubiera podido acabar con todo para lograr, con un gesto simple, una improbable reconciliación. Lo que el hombre tenía en la cabeza, aunque no le pesara, lo obligaba a ladearla. Insiste: no quería pensar porque eso sería insultar al animal y podría haberlo percibido. Ni cuando llegó al rancho y vio el desastre ni cuando imaginó que ese gesto simple y previsible significaba el inicio de un final, lo pensó como pensaban sus vecinos a sus perros similares. El pollo se había convertido en un montón de plumas y huesos raídos que, como si supiera, el bicho había descartado con cuidado. Las latas tiradas en el piso, algunos platos rotos, el único almohadón despanzurrado en miles de pedazos que salpicaban el lugar en una nevazón tupida. No pensó en ese momento ni lo iba a pensar ahora, pero ambos lo sabían y el arroyo, que los separaba de manera inocente, sería el único testigo de lo que iba a pasar, si es que algo pasaba. El hombre, el perro. Venían de lugares diferentes pero, por azar o necesidad, habían compartido varios años de su vida hasta ese punto. Los ojos del hombre adquirieron, al rato, una sombra de otro tiempo que los llenó de opacidad. El perro, enfrente y sin moverse, quizás se dio cuenta, quizás no. Pero el hombre, al ver que el sol de la tarde empezaba a bajar hasta su desaparición, comprendió que ya no tenía sentido tratar de ganar una batalla, pues no estaba en su destino ese tipo de cosas. «Perro de mierda», pensó sin mover la cabeza y el bicho, enfrente, detuvo la mirada un instante, se levantó, giró y empezó a caminar en dirección contraria.

22 de mayo de 2015