31 dic 2015

La mesura de la demencia


Sobre: Carlos María Domínguez, 
Tres muescas en mi carabina
Buenos Aires, Alfaguara, 2003.

...y cuando le daba por sacarse palabras de encima
—afirmaba que a menudo le impedían dormir— las
escribía en un papel, entraba a la jaula, se las colocaba
a un pájaro y lo soltaba. Invariablemente se sentía
mejor porque, según decía, no había nada comparable
a una palabra que subía al cielo.
Domínguez

Hay una breve nota introductoria, casi un epígrafe, que abre la última novela de Carlos María Domínguez (Buenos Aires, 1955): «Esta novela cuenta hechos reales y otros imaginarios. La mayoría de los nombres han sido sustituidos. Por su histórica notoriedad, unos pocos fueron conservados». En la página anterior, un mapa de la desembocadura del Paraná en el Río de la Plata resalta con una línea más gruesa una pequeña porción de tierra en el agua: la Isla Juncal, justo frente a Carmelo, en la Banda Oriental, y en el medio de la frontera que separa a las aguas en dos y les da un adjetivo (argentinas, uruguayas).

La realidad intraducible

Sobre: Leónidas Lamborghini, 
Mirad hacia Domsaar, 
Buenos Aires, Paradiso, 2003.

En la curva de un paraje desierto, allá, en la esquina del Herrero, estalla el sol con su potencia abrasadora y una luz lo invade todo con polvo y sequedad. Allí están, detenidos en un espacio que los limita —una contención que se marca, desde el lenguaje, con el raro imperativo de la mirada—, Pijg el gigantón, su mujer Mata, la enfermera Betty, el Pájaro Pájero, el buey intacto, la serpiente, la camilla con ruedas a rulemanes y, claro, el Herrero. Están por iniciar un viaje pero algo los detiene. Pijg permanece inconsciente, en coma, y de vez en cuando algunos momentos de lucidez lo obligan a hablar, a decir algo. Pero no: está agonizando y, entonces, permanece en un lugar que en realidad no existe («que agoniza,/ que se nos muere y no se nos muere»). Es ese al que van a dar las cosas que de indefinición tiene el mundo pero, sobre todo, la lengua defectuosa de quienes lo habitan.

La grieta por donde se filtra lo que sucede

Sobre: Alberto Laiseca, 
Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati, 
Buenos Aires, Interzona, 2003.

Uno
Alberto Laiseca (Rosario, 1941) fue, durante más de diez años, corrector de pruebas del diarioLa Razón. Vivió en pensiones, ocupó un departamento común de un común barrio peronista —construido por Perón— de Av. San Juan y publicó, en 1976, una novela policial en la Serie Escarlata de Corregidor, que sufrió un cambio de título para adecuarse al criterio impuesto por la colección: concebida como Su turno, finalmente apareció como Su turno para morir, algo más pertinente, sí, pero menos comprensible para un texto que tenía ciertas notas discordantes (o no) con los de Goodis, Parker y otros similares con los que compartía formato.

La culpa de la cultura

Sobre: Bernard Schlink,

El lector, 
Barcelona, Anagrama, 2002.



En español, se conocen dos libros de Bernhard Schlink*. Con El lector, editado por primera vez en 1995, obtuvo una fama considerable y se transformó en un superventas. Publicado en castellano dos años después de su aparición y ya reeditado cinco veces, ha generado varios debates acerca de la literatura alemana (de cómo, con G. W. Sebald, M. Bayer y el propio Schlink, se ha sacudido el polvo de doscientos pesados años de escritura) y del dilema que supone, una vez más, escribir sobre el Holocausto perteneciendo a una generación posterior. Se trata, en todo caso, de ver de qué manera se carga con un pasado y, si tal cosa fuera posible, cómo se escribe acerca de una encrucijada moral que, claro, encuentra en las diversas formas narrativas que asume la culpa colectiva algunas estrategias de expiación.

Memoria de la experiencia cercana

Sobre: Alejandro López, 
La asesina de Lady Di, 
Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2001.


En 1999, Alejandro López fue finalista del Premio Clarín de Novela con La asesina de Lady Di, que publicó Adriana Hidalgo Editora dos años más tarde, y que cuenta la historia de Esperanza Hóberal, una adolescente de Gualeguaychú, provincia de Entre Ríos, que, luego de una pelea con su madre, decide abandonar el pueblo rumbo a Buenos Aires para cumplir el máximo de los sueños posibles: tener un hijo con Ricky Martin. Apenas un año antes, el ambiente literario se sacudió con el que fue el ganador absoluto de ese premio en su promocionada primera edición, Pedro Mairal, un joven desconocido que sólo había publicado un libro de poemas. En su novela, Una noche con Sabrina Love, Daniel Montero, un adolescente de Curuguazú, provincia de Entre Ríos, resulta ganador, en un sorteo televisivo, de una noche de sexo con Sabrina Love, la primera porno star argentina, y decide partir hacia Buenos Aires para consumarla.
En ciertas épocas, el sistema literario registra algunas tensiones hacia zonas de la experiencia (o la realidad) que, aparentemente, no habían sido noveladas, es decir, habían logrado permanecer al margen de los estatutos de la ficción. Más allá de cualquier debate acerca del realismo,

R / Z

Sobre: Ricardo Zelarayán,
  La obsesión del espacio
Buenos Aires, Atuel, 1997 [1972].



1. El segundo libro de Ricardo Zelarayán, Traveseando (editado por Kapelusz en 1984 y por Cincel, en España, durante el mismo año pero con otro gerundio como título: Fantaseando) es un conjunto de relatos para niños. Resulta, al menos, extraño que quien escribe "para tirar o para perder" pero rara, rarísima vez para publicar, haya insistido en que tal título apareciera siempre en las solapas de sus libros posteriores (se trata de Roña criolla, en 1991, y de la reedición de La piel del caballo, en 2000). Hay, de hecho, una legitimidad en la mención pero, también, una alianza misteriosa o, si se quiere, una provocación: la referencia parece sugerir la posibilidad de que la poesía de Ricardo Zelarayán se instale en un "balbuceo" que la emparenta directamente con la infancia, aunque, claro, adoptando de ella la complejidad casi demencial del cerebro de un chico que comienza a conocer el lenguaje como algo propio y se maravilla. Al mismo tiempo, esa imagen infantil se presenta como un imposible de perfección, robado a las conversación de los mayores, a las sobremesas espiadas, a los tics y juegos verbales que, seguramente en detrimento de otros más apasionados, arremeten los padres en momentos de temeridad, ofuscación, pena. Endemoniadamente difícil, aparente reunión de "cosas escuchadas por ahí", la lengua de la infancia asume la desproporción de querer abarcar todo lo que ocurre en el mundo pero también toda referencia verbal que irrumpe en el aire para transformarlo y, en última instancia, para hacerlo real ("tocable"). Es, sin duda, una de las formas deslumbramiento, que RZ transformó en una de las poéticas más sólidas de la literatura argentina. Si no ¿cómo se explica la casi belicosa intención de atrapar la inmensidad de la Gran Salina? Y, peor, ¿cómo se describe el deslumbramiento que produce comprobar que, de un modo inexplicable (deslumbrante) lo logra?

La obrera y el hombre anónimo

Sobre: Sergio Chejfec, 
Boca de lobo, Buenos Aires, Alfaguara, 2000.

«He leído muchas novelas donde lo que sucede no guarda relación con lo descripto; novelas que no organizan la realidad, sino al contrario, buscan que ésta organice las palabras».
Chejfec

1. La frontera 
     La historia, a simple vista, es trivial: un hombre adulto –de edad indefinida– se enamora de una obrera adolescente, Delia, en un barrio fabril de una ciudad desdibujada, a punto de extinguirse. La relación transcurre sin demasiados sobresaltos hasta que ella queda embarazada, y entonces, siguiendo un patrón ficcional tantas veces visto en las telenovelas, decide abandonarla. Un tiempo después, el hombre inicia una suerte de camino hacia el reencuentro que consiste, básicamente, en evitar cualquier cruce accidental con la mujer y en recuperar del olvido, mediante la escritura, casi todos los detalles de esa historia, hasta que la pierde (a la mujer, a la historia).

Escritos de un viejo indecente

Sobre: Manuel Rojas, 
Pasé por México un día
Santiago, Catalonia, 2014 [1965], 256 pp.

En 1962, Manuel Rojas, escritor chileno de 65 años, atravesó la frontera entre México y Estados Unidos por El Paso a bordo de un Austin negro, modelo A90 six BS4L N° 21288. En 1957 había recibido el Premio Nacional de Literatura en su país y, en 1951, apareció la novela que, al menos en Chile, lo consagraría para siempre: Hijo de ladrón. Antes de llegar a Ciudad Juárez había vivido los últimos meses de 1961 en la Universidad de Washington y luego se desvió a Los Angeles, California, para encontrarse con la mujer que esa tarde en la frontera conducía el Austin mientras él miraba por la ventana y especulaba con los trámites aduaneros: Julianne Clarck, norteamericana, rubia, de 19 años. 

En el medio de la ruta

Sobre: Daniel Calabrese, 
Ruta Dos
Santiago de Chile, El Mercurio-Aguilar, 2013.
[Premio «Revista de Libros», 2012]

[Una versión levemente distinta de esta reseña se publicó en Revista Chilena de Literatura, Univerisidad de Chile, Nro. 87, 2014, y se puede leer aquí •>]

Uno / Retomar el pueblo y devolverlo transfigurado: ya no por lo que representa sino por lo que construye. Olvidar, por un instante, el referente real (la tarea sencilla, pues implica el recuento y la descripción) y desplazarlo hacia la zona donde se vuelve inapresable: el fruto del recuerdo, la evocación, y también la construcción imaginada sobre la realidad de una historia, un pasado que los hechos insinúan pero que no alcanzan a develar sino a través de lo que inventa la lengua de la poesía.  Así, el espacio se convierte en una excusa sobre la que sobrevuela la escritura que anota, desde el costado, lo que podría pensarse como una cultura del pueblo (pueblerina) y que se impone desde las circunstancias que rodea y no evita: en los pueblos siempre hay muerte, cementerios, molinos, carteles, habitantes extraños, familia, cines, mecánicos, padres, aislamiento y extensión. Este, además, está en la mitad de una ruta que une cosas que no deberían estar unidas, que quizás no une nada.

La ficción a pilas

Sobre: Sergio Chejfec, 
Modo linterna
Buenos Aires, Entropía, 2013.

Como pocas veces, la ocasión de escribir una reseña despierta un recorrido por textos semejantes que, lejos de acercar la lectura de la ficción a un proceso reflexivo, apenas alcanzan para aumentar la perplejidad. Como pocas veces ocurre (ahora) en la literatura argentina, también, la suma de esos textos se multiplica en varias direcciones apenas aparecido el libro y tras sucesivas presentaciones (Buenos Aires, Rosario, La Plata), siguen sumándose dichos y textos que lo asedian de maneras más o menos felices, más o menos certeras, más o menos cercanas al impulso de querer transmitir eso que el libro depara y hacerlo común, social, multiplicable. La deriva del libro parece acompañar a la del autor que, en la radio, en la televisión o en esos otros actos públicos, vuelve sobre dos o tres ideas que, al menos parece pensarlo así, tienen la legitimidad que lo identifica. 

La paciencia de escuchar, la pereza de ver

Sobre: Luis Lozano, 

Una mujer sucede, 
Buenos Aires, Sudamericana, 2005

1. (El espacio)
Un tipo llega a un pueblo en el ferrocarril (la lluvia previsible, la sorpresa muelle que genera la comprobación del abandono imperante en las calles desiertas) y, para refugiarse de la humedad y del frío, se mete en donde un empleado municipal hace horas extra como único deudo en el velatorio de una mujer sin nombre. La parquedad del encuentro y la presencia de la difunta solo hacen presagiar el tono que caracteriza, quizás, a los habitantes de ciertos pueblos argentinos: un modo de comunicación que tiene mucho de sobreentendido y también de gestos trazados desde un código común, relacionado siempre con un modo masculino de ser que está en la intersección entre el respeto profundo y la paciencia natural que el paisaje otorga a las historias vitales. Aquí, como una muestra casi experimental, la llanura pampeana y su inclemencia se trasladan a una sala velatoria que reproduce, en pequeño, la inmensidad que hay afuera. Y también su modo se ser, reposado y en permanente tensión hacia algún tipo de final: una lluvia que, de pronto, se cierne sobre el paisaje oscureciéndolo todo o, en el espacio reducido, el inicio de una narración, la historia que alguien cuenta para contraponer a la inmovilidad de la noche la acción que solo las palabras pueden evocar.

El cuento del tío

Sobre: Daniel Moyano, 

El rescate y otros cuentos, 
Buenos Aires, Interzona, 2004

Reconocido como novelista y, sobre todo, por El vuelo del tigre (1981) y Libro de navíos y borrascas (1983), motivo de variadas lecturas académicas alrededor de la «literatura del exilio», Daniel Moyano es una de esas voces que suenan tenues pero persistentes en la literatura argentina de los últimos treinta años. Nacido en Buenos Aires en 1930 y con una experiencia signada por el paisaje del norte (pasó casi toda su vida en la provincia de La Rioja), murió en Madrid en 1992 sin haber alcanzado nunca una trascendencia que fuera más allá de reconocimientos momentáneos y el constante grupo de lectores que, quizás identificado con ciertas zonas temáticas de su literatura, siempre lo acompañó. Murió, también y como dicen que ocurrió con Di Benedetto, con algo de la tristeza que está en el principio de su entonación y en el modo de armar un mapa menor de personajes marcados para siempre por la pobreza, la desesperanza, el desarraigo y el consecuente extrañamiento que produce no estar en el lugar deseado (ni topográfico ni familiar).

El vector Lamborghini

Sobre: Osvaldo Lamborghini, Poemas. 1969-1985

Buenos Aires, Sudamericana, 2004.

En La obsesión del espacio, Ricardo Zelarayán incluyó un pequeño texto al final («Posfacio con deudas»), a modo de nota de agradecimiento, que resume una manera de entender la poesía y que, en 1972 (año de la primera edición de ese libro, que no lo incluía), podría haber sido la enunciación simple de algunos aspectos del programa de la revista Literal (aparecida entre 1973 y 1975, y que Osvaldo Lamborghini dirigió) o de varias de las líneas que se impusieron en la poesía argentina en la década de los ochenta y noventa. Escribe Zelarayán: «La poesía debe leerse. La única poesía que no se lee es la de los actos y palabras que no se proponen ser poéticos. En fin, el lenguaje es para mí la única realidad. Esto no es ninguna novedad, es una simple afirmación. Si la realidad está en alguna parte, está en el lenguaje. La primera tarea del hablado por la poesía ha sido nombrar las cosas, las cosas que no son las cosas sin las palabras. Pienso que el realmente hablado por la poesía es el que sigue y seguirá nombrado las cosas, es decir cambiándolas, transformándolas continuamente. La poesía es una renovación, subversión permanente. Insisto en que no hay poetas, hay simples vectores de poesía».

La cifra del encantamiento

Sobre: Diego Fischerman, 

Efecto Beethoven. Complejidad y valor 
en la música de tradición popular
Buenos Aires, Paidós, 2004.

En un pequeño ensayo-delirio titulado «Espacios métricos», la poeta y musicóloga italiana Amelia Rosselli dice, respecto de una cierta manera de entender el trabajo poético: «...la lengua en la que escribo cada vez es una sola, mientras que mi experiencia sonora, lógica y asociativa es seguramente la que tienen todos los pueblos, y que se refleja en todos los idiomas». Enfrentada con la página en blanco, Rosselli intenta poner su formación musical al servicio de una búsqueda que tiene que ver, sobre todo, con la aparición de lo poético a partir de una forma o, mejor, de una variación. Abstrae entonces la sílaba como núcleo de sonido pero también de ruido, un rumor que finalmente se transforma, para ella, en una partícula rítmica. A partir de allí, la construcción sigue más o menos el camino previsible hacia categorías más amplias y abarcadoras, que terminan en un verso de determinada extensión, un «tema» —en términos musicales— que define el resto de la obra (en este caso, el poema).

La contaminación cultural de la comida


Sobre: Massimo Montanari (comp.), 
El mundo en la cocina
Buenos Aires, Paidós, 2003.

La analogía con la que Massimo Montanari presenta esta compilación es atractiva: «La cocina ha sido comparada con el lenguaje: como este, posee vocables (los productos, los ingredientes) que se organizan según reglas gramaticales (las recetas, que dan sentido a los ingredientes transformándolos en platos), sintácticas (los menúes, o sea, el orden de los platos) y retóricas (los comportamientos sociales)». A esto se agregan dos nociones operativas para pensar la reunión de diversos textos acerca de la comida escritos por historiadores, antropólogos y sociólogos: las de identidad e intercambio, es decir, la manera en que distintos sistemas culinarios se han mantenido y variado a lo largo de la historia pese o gracias a influencias étnicas, culturales, económicas.