31 dic 2015

La culpa de la cultura

Sobre: Bernard Schlink,

El lector, 
Barcelona, Anagrama, 2002.



En español, se conocen dos libros de Bernhard Schlink*. Con El lector, editado por primera vez en 1995, obtuvo una fama considerable y se transformó en un superventas. Publicado en castellano dos años después de su aparición y ya reeditado cinco veces, ha generado varios debates acerca de la literatura alemana (de cómo, con G. W. Sebald, M. Bayer y el propio Schlink, se ha sacudido el polvo de doscientos pesados años de escritura) y del dilema que supone, una vez más, escribir sobre el Holocausto perteneciendo a una generación posterior. Se trata, en todo caso, de ver de qué manera se carga con un pasado y, si tal cosa fuera posible, cómo se escribe acerca de una encrucijada moral que, claro, encuentra en las diversas formas narrativas que asume la culpa colectiva algunas estrategias de expiación.
     El texto, a pesar de su brevedad, posee la rara contundencia de lo simple. Una historia contada paso a paso detrás del intento de responder o, mejor, de asediar una pregunta que jamás se responde, al menos explícitamente: "Al mismo tiempo, me pregunto algo que ya por entonces empecé a preguntarme: ¿cómo debía interpretar mi generación, la de los nacidos más tarde, la información que recibíamos sobre los horrores del exterminio de los judíos?" (99). Queda claro que la dimensión moral que instala el Holocausto como hecho histórico conmocionante requiere un nivel de explicitación que Schlink encuentra en la narración despojada de una historia de amor desparejo, un proceso judicial y, al final, la posibilidad de saldar deudas, de encontrar, al menos provisoriamente, una explicación. El dilema del conocimiento o la ocultación, la metáfora de una generación que encuentra en sus padres un símbolo de la aceptación o la encrucijada del silencio, es lo que se enfrenta sin demasiadas elaboraciones, apenas retratando de costado una historia que se extiende a lo largo de los veinte años posteriores a la Gran Guerra.
     "La culpabilidad colectiva, se la acepte o no desde el punto de vista moral y jurídico, fue de hecho una realidad para mi generación de estudiantes". Con el mismo tono despojado y exterior, Schlink acude a la historia, en primera persona, de un adolescente de quince años que se enamora de una mujer veinte años mayor a partir de un encuentro casual. La saga del amor es, por supuesto, la efervescencia erótica que la desmesura y la novedad pueden producir. Pero, a poco de andar, se revela como uno de los temas persistentes: el personaje recién puede cerrar esa historia cuando la mujer, luego de ser condenada a cadena perpetua por su participación en un campo de concentración en Cracovia y por haber enviado a cientos de mujeres a Auschwitz, se suicida en la cárcel, tras dieciocho años de presidio.
     No importa aquí mucho más salvo, tal vez, un dato que se convierte en el síntoma del intento de compresión: la mujer de la cual el adolescente se enamora es analfabeta. El desplazamiento es sutil pero contundente: desde la encrucijada moral y política (la novela transcurre en los primeros años cincuenta) hacia las fronteras que lindan con la literatura o, mejor, con la experiencia que de ella se tiene. El intercambio entre el joven y la mujer es entre sexo y lecturas; cada vez que se encuentran, ella le pide que lea en voz alta distintos libros que él va eligiendo y ella acepta o rechaza. Luego, durante el juicio, se revela que Frau Schmitz tenía algunas prisioneras predilectas; eran aquellas que, por su debilidad, no podían someterse al trabajo forzado y entonces recibían el beneficio de algunos momentos de paz: los que dedicaban a leer.
     El analfabetismo adquiere, en el texto de Schlink, algo más que la densidad lógica de una falencia cultural que genera diversas estrategias de sobrevivencia (se sabe que los analfabetos, entre otras cosas, se someten a rutinas estrictas, de manera de evitar situaciones que pudieran ponerlos en aprietos o en evidencia). Es la clave de elaboración de una culpa, colectiva pero también individual, que cifra en la imposibilidad de acceder a la cultura una culpabilidad adicional, que aquí adquiere, además, todo el peso moral de una generación que se encuentra con los sobrevivientes -en los dos sentidos- de la Segunda Guerra Mundial (unos, detrás de la búsqueda de justicia o información; otros, ocupando diversos lugares de figuración pública en esos primeros años posteriores).
     Cuando Frau Schmitz, acorralada por el tribunal y los fiscales, acaba asumiendo más hechos que los que le corresponden, lo hace sólo por preservar la dignidad, por evitar que se vuelva evidente su condición de analfabeta. El protagonista, aquel adolescente de los encuentros sexuales devenido en estudiante de leyes, descubre en ese instante esa circunstancia y comienzan las tribulaciones respecto de una dualidad: entre advertir al juez para disminuir la segura condena (sería en nombre del amor de la juventud) y la voluntad de respetar, en cierta medida, la postura de la acusada, que parece dispuesta a una condena interminable antes que admitir la realidad.
     Se trata, en una escritura que se resuelve en la levedad, con la parquedad casi propia de los discursos judiciales, de un borramiento mínimo pero cargado de significados: ¿acaso conviene el silencio?; si fuera así, ¿el silencio puede convertirse en la expiación de una culpa o, tal vez, en una condena simbólica que excede el caso particular y pretende conjurar una culpabilidad colectiva, transgeneracional?
     La resolución no hace más que actualizar la pregunta acerca de cómo manejar, qué hacer con un holocausto que sobrevive y se imbrica en la generación siguiente. Schlink, con una literatura que quiere recuperar ciertas formas clásicas de la narración (una historia que comienza y termina, un detalle menor, un suspenso solapado que basta para sostener la atención del lector, un final tal vez de efecto y con seguridad lo más flojo del texto), plantea el desafío que la lectura tiene en este caso: cifra la historia de los personajes pero, a la vez, encarna una de las facetas más cruentas de la historia del Tercer Reich y lo hace desde el único punto posible aunque irresoluble, el moral. Por todo esto, es posible que no sea una buena novela sino, tan sólo, una más de entre las que se pueden leer. Seguramente, tampoco es la peor. Pero, acaso, ¿eso importa?


* Además de El lector, ha publicado un conjunto de relatos Amores en fuga (2002), y dos novelas policiales no traducidas al español todavía, Die gordische Schleife y Selbst Betrug.

Santiago, 24 de marzo de 2003.
Publicado en www.bazaramericano.com.

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