Sobre: Manuel Rojas,
Pasé por México un día,
Santiago, Catalonia, 2014 [1965], 256 pp.
En 1962, Manuel Rojas, escritor chileno de 65 años, atravesó la frontera entre México y Estados Unidos por El Paso a bordo de un Austin negro, modelo A90 six BS4L N° 21288. En 1957 había recibido el Premio Nacional de Literatura en su país y, en 1951, apareció la novela que, al menos en Chile, lo consagraría para siempre: Hijo de ladrón. Antes de llegar a Ciudad Juárez había vivido los últimos meses de 1961 en la Universidad de Washington y luego se desvió a Los Angeles, California, para encontrarse con la mujer que esa tarde en la frontera conducía el Austin mientras él miraba por la ventana y especulaba con los trámites aduaneros: Julianne Clarck, norteamericana, rubia, de 19 años.
Rojas todavía estaba casado con su segunda esposa y llegaba a México para divorciarse y casarse con Julianne. Un abogado de Ciudad Juárez, que supo distribuir con sapiencia algunas propinas provistas por Rojas, hizo que el doble trámite de separación y unión fuera lo suficientemente sencillo como para que todo quedara listo en un par de días. El dato, quizás un poco amplificado para arrimarse al mito, habla de que como ella era menor de edad según la ley norteamericana el viaje a México era en realidad una fuga para evitar que lo lincharan por corrupción de menores (aparentemente, el problema era con el padre alcohólico de Julianne, pues su madre los visitó en México, según anota Rojas en la entrada del 28 de diciembre de 1962, y pasearon «en familia»). En 2007, cuando ya tenía 64 años, casi la misma edad de Rojas cuando se conocieron, Clarck publicó un libro sobre el romance, que terminaría un par de años antes de la muerte del escritor, en 1973 (Y nunca te he de olvidar… Memorias de mi vida con Manuel Rojas).
La reedición de Pasé por México un día, publicado originalmente en 1965, carga sobre sí estos hechos como la marca que promete una lectura que, a las pocas páginas, se vuelve evidente en su defraudación. Porque la prosa de Rojas, cifrada a la manera de un diario de su recorrido por el país en el que permaneció apenas diez meses, hace foco en los estímulos externos y todo aquello que rodea ese período de su vida (y que el prólogo de Álvaro Bisama y las notas de prensa no hacen más que aumentar) se cae del recuento cronológico del viaje en datos esporádicos que, a veces, la narración impone. Una recurrente primera persona del plural recuerda, cada tanto, que no es él solo el que mira sino que la magnificencia colorida de un México extraño tiene, al fin, algo compartido.
Así como la presencia de Julianne late en todo el libro con pasajes a primer plano en zonas definidas (cuando enferma de gravedad por algo que comió, por ejemplo), también lo recorre, con un sentido distinto, la figura del auto: el Austin norteamericano de 1957 que ambos conducen y que les permite, claro, armar una road movie un poco azarosa, signada por los compromisos y el afán alimentario: en ese tiempo, además de la solidaridad de amigos como Augusto Monterroso, vivieron de las escasas conferencias en universidades y colegios de provincia que Rojas pudo conseguir, y de la adaptación de obras literarias para la televisión local. Con una fidelidad parecida a la de la mujer que, aunque apenas nombra, se adivina constante, el auto («éste es el primer automóvil que he tenido durante mi ya larga vida y con seguridad será el único y no me importará que lo sea», p. 207) les permite un escape hacia un exterior que es cercano y a la vez inexorable, pues de la precariedad impuesta por las circunstancias el viaje interior tiene un correlato menos trivial que decididamente encantatorio. El juego no es, ni mucho menos, central en el libro pero lo recorre con la tensión de lo que no se nombra sino de manera lateral, con una lengua que esquiva decir aquello que origina un texto disparado hacia el paisaje y la literatura a la manera de un registro del presente. Porque Rojas, con una sutileza notable, ve en la persistencia y fidelidad del auto algo que, quizás, no pueda sostener en su vida: después de todo, recorre un país extraño con una mujer a la que le lleva casi cincuenta años. Ante la visión del río Columbia desde el Austin, en el camino, anota: «¿Será Julianne el río, seré yo el ventisquero, que un día desaparecerá, dejándola libre?» (p. 19).
El diario de Manuel Rojas es una apropiación antes que un registro. Quiere entender antes que ver, pretende sentir antes que experimentar (como si se pudiera evitar lo uno o lo otro). Contrariando un poco las reglas habituales del género, parece ir anotando al ritmo de los descubrimientos que hace de un paisaje que no lo seduce demasiado y de los personajes que lo pueblan, que siempre le llaman la atención hasta el filo del detalle. La escritura acumula, así, un afán documental, pues de alguna forma —que pretenda eludirlo no implica que lo desconozca— la enciclopedia del escritor o, mejor, el gesto que lo constituye como tal condiciona el texto mismo, su superficie, que adquiere entonces la estructura caprichosa de una deriva. Lo que ve es menos importante que lo que puede decir al respecto y ese afán lo trasciende hacia la pulsión bibliográfica, pues abundan las citas (generalmente entre paréntesis, como falsas ampliaciones de un discurso que se pretende lineal pero que termina atomizado) a novelas recientes y de los años veinte y treinta, textos coloniales e investigaciones acerca del «ser mexicano», esa obsesión de identidad que recorre, con una ya desgastada pulsión política y las variantes del caso, buena parte de la literatura latinoamericana del siglo XX. Para Rojas, además, que había nacido en Argentina pero que fue un chileno irremediable, la lucha se produce también en el contraste de un territorio expandido hasta lo infinito, cargado de volcanes, desiertos y planicies apenas habitadas, contra el recuerdo de un Chile que tiene exactamente lo mismo pero comprimido en un espacio restringido, melancólico y montañés.
Cuando, en el 2013, Ricardo Piglia recibió el premio José Donoso, que otorga la Universidad de Talca, en una entrevista que le hizo Gonzalo Contreras comparó a Manuel Rojas con Roberto Arlt. Dijo: «[existe] una ética común que define a Rojas y a Arlt: nunca hay que justificarse, ni arrepentirse, no hay que quejarse, nunca hay que hacer el papel de víctima, hay que convertir el delito, el error, el dolor, la injusticia en motivo de ira y de rebelión». Pobres, autodidactas, obligados a transformar la escritura en una herramienta de subsistencia a fuerza de trabajo, asumieron ese lugar ético para armar un discurso fanfarrón y compadrito (o «choro», en chileno) que no desconoce, sino que se solaza, en un sentido del humor atravesado siempre por ese orgullo profesional que rara vez se permite desbarrancar, porque en el fondo, no sería del todo serio. En los diarios de Rojas (como en muchas aguafuertes de Arlt) el deslumbramiento por la cultura letrada, como forma de hacer visible la realidad popular que lo conmueve, produce el efecto luminoso de un cometa sobre un cielo oscuro: restalla en la negrura por un momento y desaparece, aunque queda, siempre, el relente de una nube de humo o un recuerdo.
Tanto a medida que recorre México como cuando abre la puerta de su casa para visitar amigos o negociar con el tipo que se lleva la basura (esa es una escena memorable, p. 91), Rojas trata de procesar lo que se le presenta ante los ojos desde ese lugar un poco culturizante, porque no tiene más remedio. Sabe que eso que narra es mínimo, quizás trivial, y al escribirlo no evita el chiste o la exageración poderosa. Desde la ventana de la suya observa las casas vecinas y se deslumbra ante lo que parece ser un baño dispuesto en el patio paupérrimo de un taller mecánico. Al principio no entiende si, efectivamente, se trata de un excusado pero, tras verificar el comportamiento de los habitantes a su alrededor, acaba por convencerse (el galponcito es de madera, bastante grande y no tiene techo). La narración va ganando intensidad hasta que decide citar un fragmento de la novela del mexicano José Rubén Romero, Desbandada (1934), en el que se describe un baño que funciona como una mesa cuadrada, con cuatro retretes en los que la familia, al mismo tiempo, se sienta para conversar, todos enfrentados de espaldas mientras cagan. Tras la cita, Rojas remata: «He vagado por los campos y las montañas, por las orillas de los lagos y del mar en mi país y en los ajenos, y he podido ver, sin querer, por cierto, a muchas personas en el momento de realizar, al aire libre, aquel íntimo y forzado o forzoso acto, y nunca he recibido miradas más duras y más hirientes que las que aquellas personas me dirigieron. Parecían decirme muchas desagradables cosas» (p. 65).
También como en Arlt, la escritura en estos diarios adquiere, siempre, un tono febril. La deriva, ampliada en paréntesis y citas encabalgadas —un párrafo que termina en un punto que abre una digresión que genera otra y otra hasta que, en algún momento, quizás al día siguiente, retoma el hilo de lo que cuenta, siempre una vida—, ofrece momentos de detención cuando, en una carretera o en la puerta de un restaurante, aparece una persona: un niño aborigen que vende algo al costado de la ruta impone la narración de algunos aspectos centrales sobre la religión en el Teotihuacán de los aztecas, o el gallego dueño de un hotel de paso genera reflexiones sobre los despojos monumentales de la revolución mexicana, que cree leer en memoriales, ruinas de casas abandonadas que sirvieron de refugio para unos y otros («…dicen aquí que los anarquistas españoles se han dedicado en México a hacerse millonarios, cosa que me parece bien; bastantes años habrán sido pobres; lo terrible sería que adquiriesen mentalidad de nuevos ricos», p. 163).
«Baudelaire cantó a las viejas de París; en México falta un poeta —es posible que exista— que cante a las viejas mexicanas, las viejas de todo el país, no sólo las de esta ciudad sino a todas, las viejas que fueron chingadas no sólo por los hombres y por los hijos, que abusaron de ellas, destrozando sus vidas, sí también por el hambre. En la oscuridad del atardecer, en las puertas de algunos conventillos o en las aceras de la ciudad, arrebozadas con una tira de trapo —que es lo que resta del rebozo primitivo—, sarmentosas las manos, lacio el cabello, que les cae sobre la cara, como a sus hijos y nietos, soportando el frío y el viento y lo que sea, sin pensar sino en ganar lo que se pueda, la vieja, mujer que fue hija, esposa y madre, que de seguro es abuela, pero que no es hoy más que una vieja, enciende un fogoncillo, pone una sartén, hecha dentro de él lo que tiene y empieza a hacer frituras, frituras que nunca sé lo que son, ya que nunca las como, aunque las miro; el aspecto no es de ningún modo atrayente, me parecen trozos de su rebozo, ratones aplastados, grandes cucarachas, ¿quién demonios comerá esto?, me pregunto, no sin razón, pues la mujer, si bien vieja, no será ninguna tonta, ya que un estado no implica el otro, y no siendo tonta, aunque vieja, sabe que alguien puede comprarle sus trozos de rebozo, sus cucarachas, sus ratones, como yo, sin duda tontamente, me imagino…» (p. 60). La prosa de Manuel Rojas tiene eso que la hace inconfundible y permanente, a fuerza de hacer expreso un atolondramiento vital que se traspasa al discurso como una textura rugosa, una lectura desestabilizante. El destello, que en el párrafo sobre la vieja aparece cuando sopesa su inteligencia, en apenas dos o tres palabras, sobreviene de improviso en la aparente apacibilidad de un relato y lo trastoca para siempre. En el fondo, quizás da lo mismo si el recorrido es por México o el origen del viaje está en un amor prohibido que podría durar diez años o quince minutos. Lo que importa es lo que pasa mientras todo eso pasa. El viejo Rojas, como Arlt y con una indecencia que intenta ocultar a veces con las débiles armas de una cultura siempre precaria, atrapa el momento exacto, inolvidable y lo muestra de esa manera que se resiste a los artificios inventados de la retórica: como narración pura, como puro destello.
Santiago de Chile, 30 de abril de 2014.
Publicado en BazarAmericano, mayo-junio de 2015
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