31 dic 2015

La cifra del encantamiento

Sobre: Diego Fischerman, 

Efecto Beethoven. Complejidad y valor 
en la música de tradición popular
Buenos Aires, Paidós, 2004.

En un pequeño ensayo-delirio titulado «Espacios métricos», la poeta y musicóloga italiana Amelia Rosselli dice, respecto de una cierta manera de entender el trabajo poético: «...la lengua en la que escribo cada vez es una sola, mientras que mi experiencia sonora, lógica y asociativa es seguramente la que tienen todos los pueblos, y que se refleja en todos los idiomas». Enfrentada con la página en blanco, Rosselli intenta poner su formación musical al servicio de una búsqueda que tiene que ver, sobre todo, con la aparición de lo poético a partir de una forma o, mejor, de una variación. Abstrae entonces la sílaba como núcleo de sonido pero también de ruido, un rumor que finalmente se transforma, para ella, en una partícula rítmica. A partir de allí, la construcción sigue más o menos el camino previsible hacia categorías más amplias y abarcadoras, que terminan en un verso de determinada extensión, un «tema» —en términos musicales— que define el resto de la obra (en este caso, el poema).
Lo llamativo de la experiencia, y su abstracción, es el descubrimiento de que en última instancia se trata de una «sonoridad» que viene un tiempo no reconocible, una suerte de atavismo histórico por momentos palpable pero simultáneamente portador de un secreto final e inexplicable. El cruce se acentúa cuando Rosselli lleva esta abstracción (casi epifánica en el momento de concebir su poética) a la experiencia y su manera más ensimismada: «Notaba extrañas condensaciones en el ritmo de mi pensamiento, extrañas detenciones, extraños coágulos y cambios de tiempo, extraños intervalos de descanso o faltas de acción; nuevas fusiones sonoras e ideales según el cambio del tiempo práctico, de los espacios gráficos y de los espacios que continua y materialmente me rodeaban. Transcurriendo y sintiendo otras presencias mentales y psicológicas junto a mí en un mismo espacio, la facultad de pensar se hacía más tensa, más fatigosa, casi complementaria a la del interlocutor, ya sea que se renovara o se destruyese en el encuentro con él».
     Las dificultades que encuentra Rosselli para definir un trabajo artístico distinto del musical pero que, sin embargo, no le es posible separar del todo («Para mí, la problemática de la forma poética siempre ha estado relacionada con la forma estrictamente musical»), son las mismas que enfrenta Diego Fischerman al pensar la música de tradición popular. Las ideas de valor, de funcionalidad, de complejidad y de evolución, por una parte, y las que tienen que ver con la determinación de lo estético, con las mutaciones de los géneros llamados populares y con un concepto fundamental, el de la «escucha», por otra, determinan una mirada que podría haber abundado quizás en tics académicos o retóricas procedentes de cierta especificidad. Sin embargo, el camino que Fischerman elige es, en apariencia, menos seguro: una especie de recorrido por buena parte de la música del siglo XX luego de una provocación inaugural («La cumbia villera y la música clásica, en un plano, no son muy distintas»), que acaba por persuadir acerca de lo inasible y complejo de una experiencia estética en géneros que progresaron, por ejemplo, de la reunión tribal, religiosa o de los suburbios lúmpenes a músicas consideradas de concierto más o menos prestigiosas (al menos para quienes así las experimentan).
     La clave es la complejidad de la llamada música popular y la imposibilidad de fijar, en un panorama mediado por infinidad de matices socioculturales, un lugar más o menos determinado para lo estético. La variedad de prácticas sociales alrededor de lo musical (desde la experimentación vital rayana en el fanatismo irracional, hasta las poses intelectuales o progresistas, en un espectro amplísimo de mutaciones y contaminaciones) acerca el planteo a la frontera de la diferente funcionalidad de esas músicas en cada una de esas prácticas, y los cruces que se establecen entre quien escucha y los objetos musicales que en cierta forma determina. ¿Qué, quiénes, qué cosa establece el valor de una obra musical? ¿De qué manera una tradición popular acaba por cruzar el límite que imponía una valoración degradada y se enaltece hasta convertirse en una música solo «para escuchar»? Fischerman acerca una respuesta que funciona, en el libro, al modo del tema con variaciones: «las zonas de contigüidad no están dadas por lo rural o lo urbano ni por los materiales con los que cada música dialoga, sino por ciertas maneras de pensar el objeto musical y su posible recepción (que definen su valor a partir de las ideas de complejidad y profundidad), y por la capacidad de esos hechos culturales para cumplir una misma función dentro de un mismo grupo social». A partir de aquí, se trata de desmontar algunas tradiciones (el tango, el jazz, la bossa nova y el rock) que son fundamentales para la comprensión de la música popular del siglo XX y que, lejos de una linealidad obvia, son el síntoma de un proceso mucho más espeso y significativo. Desde la especificidad genérica, por ejemplo, la experimentación con música folklórica en el rock y el camino progresivo hacia formas llamadas sinfónicas; y, desde la complejidad que otorgan el mercado y la historia cultural, como otro ejemplo, la idea de que el desarrollo del jazz «se escribe en los discos» y que es allí, y solo allí, donde puede leerse su verdadera historia (lo demás, casi como ocurre, en literatura, con la gauchesca, se perdió en los mitos que genera la tradición misma).
     La idea del «efecto Beethoven», enfrentado él mismo, en tanto «artista» con plena conciencia, al mito romántico y puesto a circular, en la historia del siglo XX, como el patrón de medida para una valoración estética musical capaz de arrimar al fogón de la indefinición algunas respuestas para las diferencias entre música clásica y popular, para Fischerman, es la variable de sentido que, en un universo en apariencia inabarcable, instaura la brecha para una lectura cultural provocativa. Allí, es clave el sesgo conceptual pero también, en la retórica, la reproducción de prejuicios que, con su sola enunciación (jocosa, irónica por momentos), son desmontados con singular destreza: «La misma música que en su origen formaba parte de un ritual de caza o de fertilidad, escuchada en un equipo de audio de alta fidelidad o en el stereo del automóvil de un yuppie sentado junto a una rubia indulgente, acompañado de rituales de índole muy distinta (aunque a veces también asociados con la fertilidad e, incluso, con la caza), se convertía en una música muy diferente».
     Hay varios aspectos notable en este libro, pero hay uno en especial que no por haber sido evitado (o solo mencionado tangencialmente en los agradecimientos) es menos significativo: Fischerman no se pregunta acerca de qué manera ni con qué presupuestos discursivos o enciclopédicos escribir sobre música de tradición popular (en Argentina). Sencillamente, se sienta y lo hace. Quizás, y como condición necesaria, imagina un lector bastante definido, similar a sí mismo pero con la indispensable distancia que le permite abrir espacios para la ironía —a partir de un saber que se supone compartido, incluso en ciertos prejuicios— y la clara demarcación conceptual, pedagógica y hasta de datos en apariencia intrascendentes (no todo Abbey Road sino el lado «B», recuerda en un momento y, más adelante, insiste en que se refiere a los temas 7 a 17 del CD; o el uso hipercorrecto de «flauta travesera» por «flauta traversa», como se la conoce «popularmente»). La lectura, así, adquiere un ritmo, una respiración casi novelística: breves capítulos que sirven para sugerir, a veces para provocar, pero siempre detrás de la idea central que quiere dejar en claro una mutación, un sistema de apropiaciones casi infinito y una evolución hacia formas más complejas en las músicas de tradición popular.
     El texto final, «Voces», parece comprobar, como le ocurría a Rosselli, la cifra del encantamiento: «Y, sin embargo, a pesar de todo, esa forma [la canción] que viene desde antes de cualquier cultura y que, directa o indirectamente, proporcionó el material para todo lo sucedido en las músicas de tradición popular a partir de la aparición de medios de comunicación masiva, mantiene su en-canto. Todavía, la palabra cantada —y tanto en estas canciones veneradas por algunos como obras de arte como en la cumbia villera— tiene más poder que la palabra».

Santiago, 4 de octubre de 2004.
Publicado en www.bazaramericano.com, octubre-diciembre de 2004.

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