31 dic 2015

La grieta por donde se filtra lo que sucede

Sobre: Alberto Laiseca, 
Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati, 
Buenos Aires, Interzona, 2003.

Uno
Alberto Laiseca (Rosario, 1941) fue, durante más de diez años, corrector de pruebas del diarioLa Razón. Vivió en pensiones, ocupó un departamento común de un común barrio peronista —construido por Perón— de Av. San Juan y publicó, en 1976, una novela policial en la Serie Escarlata de Corregidor, que sufrió un cambio de título para adecuarse al criterio impuesto por la colección: concebida como Su turno, finalmente apareció como Su turno para morir, algo más pertinente, sí, pero menos comprensible para un texto que tenía ciertas notas discordantes (o no) con los de Goodis, Parker y otros similares con los que compartía formato.
     Éstas son las marcas del inicio: la corrección y la discordancia (o, quizás, la atonalidad). Sólo quien alguna vez haya sido corrector de alguna cosa (pruebas, galeras, diarios, libros, lo que sea), sabrá de ciertas obsesiones: desde el uso pertinente de la coma, pasando por la mención en cursivas de palabras extranjeras, hasta la adecuada aparición o no de dos infinitivos juntos, que la perífrasis de futuro tan rioplatense transforma en una plaga endémica, y cosas por el estilo. Y, desde allí, también será capaz de comprender cierta idea no musical de la discordancia: algo que, en su contexto, rompe con la armonía pero, a la vez y en función de lo anterior, termina con una homogeneidad apenas conocida entre quienes ejercen el oficio y algunos pocos más (para los correctores, aquellos medianamente cultos o patológicamente obsesivos). En este caso fundacional para la obra de Laiseca, se trata de la corrección marcada a un corrector de un título que, por criterios editoriales evidentes (sobre todo teniendo en cuenta el público al que se dirigía la colección), no cumplía con las expectativas y, detrás de la premisa del engaño, bastó con cambiar el título, aunque no lo que encerraba, para que el texto entrara sin problemas en la serie. Como dato anecdótico, como síntoma a esta altura gracioso, hay que tener en cuenta que ésa es la única novela, de muchas, que Laiseca publicó con Corregidor.
     El oficio de corrector, entonces, nada o poco tiene que ver con el de narrador. Mientras éste, en muchos casos, sólo se ocupa de la materia de la ficción, aquél es consciente de una materialidad mucho más «real», palpable, que tiene que ver no tanto con aspectos discursivos sino materiales del texto: del corrector depende, en gran medida, su adecuación y pertinencia, la forma que, impreso, el texto tendrá para la lectura que vendrá después. En la tensión producida entre los materiales del narrador y las obsesiones del corrector, en ese doble papel que no necesariamente toda figura de escritor supone, aparece Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati, la séptima novela de Alberto Laiseca. Y está ahí no porque haya conseguido seguir escalando en el denominado «realismo delirante» o porque sume algún nuevo elemento al mito autoral o al culto —ahora fortalecido por sus excelentes apariciones televisivas—, sino sólo porque el texto se resuelve contra el oficio y hace correr debajo de la historia un sentido profundo acerca de la materialidad de la escritura, es decir, acerca de algunas singulares formas de la vida.
     Las aventuras... tiene el sonido de una excusa y funciona, con deliberada paciencia, como una grieta, una zona difusa que permite que fuerzas que están del lado de la vida pasen al de la literatura pero, sobre todo, a la inversa. Si el texto es una indefinición, lo es porque se construye a partir del lector, que debe ser enterado de circunstancias que, por lo general, no le son familiares sino por completo ajenas. La vieja lucha por la identidad del autor en lo que escribe adquiere aquí una dimensión insospechada: primero, porque aparece, cada tanto, un Alberto Laiseca referido a partir de sus textos anteriores (fundamentalmente por Los Sorias, 1998) pero, también, desde indicios que pueden pensarse como autobiográficos (la madurez, el enfrentamiento con una realidad económica adversa). Segundo, y esto es lo que descubre la existencia de la grieta, porque el texto es un alarde de corrección narrativa en su desmesura, tanto que se permite la filtración de tics del oficio de editor/corrector, algo que no puede considerarse simplemente con esa palabra horrible (metatextual) sino más bien como algo más complejo, un adensamiento brechtiano, casi teatral o, acaso, como una vuelta de tuerca más al gastado procedimiento que desde las vanguardias históricas pretendía llamar la atención sobre las fronteras entre lo escrito y lo que lo rodea —para borrarlas o para hacerlas más evidentes—. La idea que, al final, queda es algo burda: la escritura de Laiseca podría adquirir un tono cualquiera entre Flaubert y Felisberto Hernández —el arco es del todo arbitrario—, pero elige la separación total de cualquier modelo para hacer más evidente esa distancia. El resultado, una novela que parece no tener pies ni cabeza y que se transforma en una deriva que encuentra su centro en el cruce desmesurado, donde no importa si los tormentos a los que son sometidos los personajes son excesivos o se rompe alguna norma nunca escrita del verosímil realista, sino que interesa más lo que el texto, en su materialidad contenida en el libro como objeto, es capaz de «crear», en el sentido de la invención mecánica o tecnológica (tal vez, Laiseca diría «mágica»).

Dos
     Hay una manera anecdótica y escolar de pensar la construcción de un verosímil. A un planeta de otra galaxia habitado sólo por mujeres, llega cierta vez un hombre a bordo de una nave espacial. El escritor de novelas de ciencia ficción pensará, antes que nada, de qué manera se resuelven cuestiones básicas en ese planeta (sistemas políticos, organización económica y del trabajo, modalidades reproductivas, etc.). Una vez armado el sistema, podrá obtener un texto más o menos cerrado, donde todo encuentra su explicación en alguna lógica. Puesto ante la misma hipótesis, el personaje de Laiseca arremetería apasionadamente contra todas las habitantes del planeta para hacerlas objeto de su deseo (en variadísimas formas y perversiones). Lo demás será algo por resolver, una marca de discordancia que corre varios metros las fronteras del verosímil, no tanto para construir otro sino para demostrar que era apenas eso.
     En ese sentido, en Las aventuras... Laiseca redobla la apuesta y se distancia de sus textos más «cerrados» (como La hija de Kheops, 1989, La mujer en la muralla, 1990, o El jardín de las máquinas parlantes, 1993). Dividida en cinco partes en apariencia distintas, casi como si fueran relatos independientes unidos sólo por la presencia de un mismo personaje y una escritura, la novela recupera lo mejor de sus libros anteriores y guarda una breve joya: el capítulo «Son las veinte horas y veinte mil segundos», donde se condensan algunas de sus obsesiones más persistentes.
     El profesor Filigranati sale de su casa para comprar una botella de whisky y experimenta un viaje en el tiempo, hacia el futuro. Obviamente, lo primero que hace —luego de la sorpresa— es verificar los números de lotería y juegos de azar para, al volver al presente, asegurarse que «saldrá de pobre». El juego no resulta y, como una burla, los números que finalmente arroja el azar son distintos a los que Filigranati había jugado, usando sus últimos pesos. La explicación del chiste y la lógica del viaje al futuro son, en todo caso, literarias pero no verosímiles en el sentido lato del concepto. Primero, por la reescritura de la frase de Einstein («Dios sí juega a los dados. Y siempre los carga») y, segundo, por la alusión —que aparecerá otra vez sobre el final— a Oscar Wilde («Creo absolutamente en cualquier cosa con tal de que sea increíble» y «En este mundo todo puede probarse, hasta lo que es cierto»). No hay aquí una construcción cerrada, no hay realismo sino otra cosa tal vez muchísimo más compleja, porque involucra una deriva de sentidos reconocibles (referencias inmediatas a cierta realidad) pero también otros que no se resuelven sino en la esfera de lo sobrenatural (la magia, la eterna lucha entre el bien y el mal).
     El signo autobiográfico de la escena la convierte en el inicio de la fisura entre dos mundos. Filigranati, por ejemplo, da clases en el Centro Cultural Ricardo Rojas (Laiseca también), es aficionado a ciertas bebidas (Laiseca también), tiene un bigote espeso (Laiseca también) y fuma cigarros pasados de moda (Achalay o Imparciales que Laiseca también fuma). Y, además, hay un verosímil autobiográfico cuando el texto se encarga de desarmar, con persistencia, la épica romántica del escritor pobre o empobrecido, para instaurar la noción de que el dinero sí importa, y mucho más si quien lo desea es un artista. Filigranati es un tipo rico, inconmensurablemente rico pero no de un modo tradicional sino, una vez más, bizarro: es el maestro de los integrantes de la mafia china, a los que enseña mandarín, caligrafía, historia y geografía de China, Confucio, Lao Tsé, Mencio. Eso le asegura un pasar sin sobresaltos, pues los chinos se encargan de que nada le falte y de protegerlo. Desde ese lugar increíble en el que la carencia es algo impensado (además, un sabio loco amigo del profesor, Wong, es capaz de construir cualquier cosa: desde la máquina que lo hace hablar en cualquier lengua hasta la restitución de los miembros perdidos de su novia), explica, por ejemplo, cómo los sistemas impositivos acaban con cualquier pobre tipo y reflexiona acerca de la importancia del dinero —traducido en alimentación, vestimenta, un lugar donde vivir— para lograr cierta armonización de las fuerzas del mundo privado.
     La clave de esta visión es, para Filigranati y también para Laiseca, el momento de la madurez. Por una parte, la madurez que permite arriesgarlo todo en la construcción de una escritura sin límites, sin reglas (realistas) que cumplir ni nociones del oficio que acatar (la corrección, la edición). Por otra, el momento de la vida en el que el escritor se encuentra con la realidad que, se supone, en un tiempo anterior los textos le escamoteaban, le ayudaban a evadir. En ese cruce se instala la duda acerca de la "utilidad" de una práctica artística y, por lo tanto, sobreviene el cansancio, la incapacidad de explicar lo que antes parecía tan claro: «Después de toda una vida dedicada al arte (tu estética sería buena o mala, pero lo hiciste lo mejor que sabías) corrés el riesgo de caer en la pobreza más absoluta, sin siquiera un techo, a la calle»(200). La idea de futuro, si cabe, invierte el imaginario romántico adolescente, porque «el romanticismo es para las novelas, la puta que los parió» (234), y quiere connotar una parábola vital invertida: «He renunciado a mi locura, a la necrofilia y al pato mandarín. Mi problema es otro. Tiene que ver con la realidad. Estoy viejo y solo. En este momento veo signos de interrogación hacia toda la rosa de los vientos» (280).

Tres
La fisura autobiográfica incluye, también, el ejercicio del oficio desde su costado más productivo y real. Esto es, además, un modo de reconstruir el verosímil detrás de la premisa de que «el lector espera que le narren lo que no sabe» (148). Ya desde Su turno para morir, pero también con Matando enanos a garrotazos (1982) —donde supuestamente existió una polémica alrededor del gerundio del título que incluyó a Borges—, Laiseca permite que algunas obsesiones del corrector aparezcan en el texto y sirvan para distanciar al lector, a la vez que lo ponen sobre aviso acerca del artificio y la participación de otras personas (los «trabajadores del texto», los editores, él mismo) en la escritura de la novela.
     El efecto es raro porque también se expande en referencias que involucran a un Alberto Laiseca devenido en personaje autor de sus propios textos «reales» pero que, en Las aventuras..., obtiene el Premio Nobel (que «ayuda a distribuir los libros. Entre otras cosas»). No se trata de Los Sorias sino de Los atroces, pero es un detalle casi sin importancia, una duplicación que sirve para exagerar la tensión y transformarla en nota humorística.
     La pregunta es por qué llamar la atención sobre esas cosas tan menores, demasiado específicas y tal vez conocidas por escritores y editores solamente. Una posible y obvia respuesta sería porque se trata de quitarle romanticismo a la ficción o, quizás, porque el oficio demanda una serie de esfuerzos que el lector rara vez percibe. La otra respuesta posible tiene que ver con una batalla entre los buenos y malos de siempre, incluidos en dimensiones distintas del mundo real: el editor preocupado por la escritura como objeto susceptible de transformarse en mercancía y embarcado en la búsqueda de una perfección superficial (la corrección, la no repetición de palabras, el título justo, etc.) y el escritor, peleando para imponer aquello de lo que su vida es objeto. Claro que la propuesta de Laiseca, una vez más, tiende a confundirlo todo para desbaratar ese juego a partir de la aceptación y negación de las ideas románticas. Es el propio narrador quien se encarga de ejercer ambos papeles para hacer de sí mismo un personaje omnipotente, dominador de todo cuanto la ficción y la edición tiene de específico porque «la lógica es un recurso de infradotados» (234). 
     «Eran como vómitos de alegría. La expresión es feísta y castizamente malsonante, lo sé, lo sé, pero es que no hay otra manera de decirlo» (156). El llamado es para el lector y su tono beligerante tiene algo de reflexión o, mejor, de imperativo llamado a la reflexión: se pide que el lector ejerza su trabajo con el perfil de un corrector o, al menos, lo comparta. Es una dimensión abarcadora de la escritura y quiere, con estos signos (como también ocurre en Matando enanos a garrotazos: allí se llama la atención sobre la aparición de dos palabras esdrújulas juntas en una nota al pie), generar una unión entre la práctica y su producto, entre una actividad puramente intelectual y su correlato real, el texto formateado en un libro. Son las notas en el margen, generalmente hechas con color rojo, que invaden toda prueba de corrección y que nunca pasan al texto final, salvo en algunos textos experimentales o vanguardistas: «A propósito: aquí alguien había puesto: ‘Yo quiero trabajar en...', pero más arriba ya teníamos ‘Yo quiero tomar cerveza...'. Entonces, para no repetir la palabra ‘quiero' puso ‘deseo'. ¿Te acordáis de lo que te dije de la puta modificación de los diálogos» (236).
     Sobre el final, los personajes emprenden un largo viaje que se extiende a lo largo de varias páginas de la novela. Parece no tener sentido para la lógica del texto (un pensamiento de infradotado) pero atrae porque adquiere un tono diferente y, aunque siempre cruzado por las referencias circulares a otros tópicos de la escritura de Laiseca, recuerda la respiración de un libro de viajes, su manera de recordarlos, de transformarlos en una evocación. El sentido de tal digresión, en un texto que de entrada se plantea digresivo, aparece en las últimas páginas y no hace otra cosa más que recordar que la lectura es un ejercicio y que la escritura, como su correlato, requiere de la imperfección para abarcar el sinnúmero de cosas que pueblan el mundo: «No me gusta lo que voy a escribir pero tengo que hacerlo. La novela termina y debo decir lo que pasó. Lo alargué cuanto pude. Por eso fueron a Egipto y vieron los perros de París. Después de todo la ficción sirve para contar, de otra manera, la completa enormidad de lo que sucede» (276).

Santiago, septiembre de 2003.
Publicado en www.bazaramericano.com, octubre-noviembre 2003

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