Sobre: Leónidas Lamborghini,
Mirad hacia Domsaar,
Buenos Aires, Paradiso, 2003.
En la curva de un paraje desierto, allá, en la esquina del Herrero, estalla el sol con su potencia abrasadora y una luz lo invade todo con polvo y sequedad. Allí están, detenidos en un espacio que los limita —una contención que se marca, desde el lenguaje, con el raro imperativo de la mirada—, Pijg el gigantón, su mujer Mata, la enfermera Betty, el Pájaro Pájero, el buey intacto, la serpiente, la camilla con ruedas a rulemanes y, claro, el Herrero. Están por iniciar un viaje pero algo los detiene. Pijg permanece inconsciente, en coma, y de vez en cuando algunos momentos de lucidez lo obligan a hablar, a decir algo. Pero no: está agonizando y, entonces, permanece en un lugar que en realidad no existe («que agoniza,/ que se nos muere y no se nos muere»). Es ese al que van a dar las cosas que de indefinición tiene el mundo pero, sobre todo, la lengua defectuosa de quienes lo habitan.
En un espacio así y con esos personajes, ¿dónde están los límites entre la ficción y su reverso poético? ¿Con qué materia es posible penetrar en el misterio que incita a la nada misma de la existencia y sobre todo a la sorprendente limitación para referirla? ¿De qué cosas están hechos un modo de decir y su reverso? En Mirad hacia Domsaar, extenso poema que ya se había publicado con el título de Mirad hacia Domsaar y otros grotescos (1999) y que ahora presenta Paradiso en una cuidada edición (tal vez con tapa demasiado dura para tan pocas páginas), Leónidas Lamborghini (1927) responde con tres nociones singulares que, por su rara combinación, producen un efecto de solidez y turbación: una espiral que, a pesar de las apariencias, avanza; una mirada imperativa que obliga a una construcción y la aparición del suspenso —casi en términos narrativos— para referir el movimiento detenido (tal vez equiparble con la paradoja de Zenón de Elea y su famosa flecha).
No hay manera de construir un poema, es una obviedad, contra las leyes más elementales de la física, que son las mismas que la civilización occidental impuso arbitrariamente a la lectura (izquierda, derecha, arriba, abajo). La arquitectura, por la conciencia material que le es propia, pudo plegar el espacio construyendo galerías con forma de caracol: así se logra una mayor superficie (hacia arriba, pero en cada piso) sobre un espacio limitado y por lo general pequeño (el terreno), que además es capaz de contener una cantidad importante de cosas diferentes (comercios, personas). La retórica de Lamborghini en este poema ensaya un procedimiento similar. En el mínimo espacio que la imaginación poética delimita (el de Domsaar) se trata de buscar, por un lado, una suerte de encabalgamiento cohesivo que es, a un tiempo, narrativo y rítmico, real y metafórico, veloz y de una exasperante lentitud. «Mirad, no hay más que mirar./ Mirad ese polvo blanquecino/ y en éste, hundidas, las/ patas enclenques, raquíticas de cromo/ de esa camilla/ (aunque con poderosas ruedas/ a rulemanes)// Mirad esos rulemanes: son de una epecie inteligente y, por tanto, cabría suponer que en ningún momento cesaron de sopesar las dificultades que se pudieran presentar —dada la situación— en el momento crítico del arranque y, aún, con posterioridad, sobre la marcha» (p. 8).
Cualquiera que suba a una de esas galerías con forma de caracol, y tolere la extenuante tarea de caminar siempre ascendiendo, verá que, al final, en lo más alto, es posible ver todas las capas que lo forman y que, por su lógica urbana, siempre están en movimiento. Desde el lenguaje, Lamborghini demuestra que tal cosa es posible y, en el sentido rítmico de quien, cada tanto, se detiene a descansar durante el ascenso, dispone los versos en la página alternanto entre momentos de gran velocidad (versos cortos) con otros de agobiante detención (párrafos completos sin cortes). La sensación que queda es la de que se está ante todas las posibilidades de la reunión infernal de un grupo de personajes en el medio de la nada, a punto de partir pero detenidos (por la historia, la desgracia y el lenguaje) en un destino para cual no hay remedio sino apenas diversas maneras de asediarlo.
Entre el ida y vuelta de la sintaxis y de los personajes en el espacio («es entonces/ en este paraje que existe/ en la medida que no existe/ que es/ en la medida que no es», p. 30), entre la aparición y evanescencia de las cosas que se tienen por reales y que son lo que no aparentan («su grueso delantal de cuero negro/ (imitación cuerina) con su masa de hierro forjado/ (imitación fierro) con su anillo de oro (imitación oro/ falso)», p. 31), la mirada imperativa es lo que confirma y construye el espacio porque es capaz de abolir, en términos puramente estéticos, las extensiones cardinales de una topografía inexistente y demencial. Por una parte, su obligación responde a la detención de lo que ocurre (y de lo que se dice) pero, por otro lado, su constante repetición (la asechanza musical) banaliza el sentido de la orden y pone en movimiento la experiencia de Domsaar. El efecto dura poco, pues enseguida un nuevo imperativo detiene la secuencia en una escena que siempre incluye la sordidez de lo inexplicable y la tragedia (grotesca) de la muerte que acecha a Pijg, el gigantón, a su mujer Mata, a su enfermera Betty; y comienza nuevamente con la repentina intromisión de la camilla y de sus ruedas a rulemanes («consejos y sabias recomendaciones: ‘ahora derecho' ‘ahora en zigzag' aunque ellos saben del destino del viaje», p. 42).
Es esa mirada, en un tono que choca con la aparición de la torsión argentina del lenguaje («ché mierda/ ché ignorante/ ché puta», p. 36), lo que Lamborghini prefiere para armar la metáfora de la muerte: una orden cuyo cumplimiento es inevitable pero que, tal vez por eso, igualmente se demora hasta los límites de lo tolerable. Volver desde ese lugar, en un movimiento espiral, implica adensar la lengua y el sentido de lo que nombra. El resultado es, sin duda, una capa muy gruesa de significación apoyada en un terreno muy pequeño que, de todas formas, insiste en hacerse visible desde lo más alto. Si fuera posible pensar una trayectoria por esa línea desde el principio (El saboteador arrepentido, 1955), no sería sino el itinerario espiral de la invención de la respiración suficiente para referir la realidad, que en Mirad hacia Domsaar tal vez aluda a una experiencia de la madurez: la de enfrentarse con la idea de final y de cierre.
No hay viaje que no sea anunciado, aunque sea con gestos mínimos, detalles en apariencia intrascendentes. Aquí, tal vez por todo aquello, se hace presente en el nivel de lo que se cuenta —si es posible pensarlo así—, como algo inevitable y largamente preparado (el buey no emasculado que espera la orden de Matta: será un chasquido de la lengua lo que inicie la travesía). Es el momento de la detención lo que el lenguaje quiere asediar y de ahí que la mirada construya una y otra vez el paraje inaccesible que parece precisar del abandono para hacerse real.
El efecto es, discursivamente, el mismo que el del suspense. Insidiosos y molestos, los personajes cargan sobre sus miradas la inminencia de la partida. La camilla se prepara, las cosas se aclaran, Pijg intenta abrir el camino («sien.../ to.../ el vasto.../ de.../ seo.../ de ser.../ un atl.../ eta.../ es.../ cucho.../ las.../ sono.../ ras... trom.../ petas.../ de.../ la... nada.../ ca.../ minar.../ so.../ bre.../ las ag.../ uas...», p. 43) y finalmente es quien se resigna al movimiento que anula la detención por un instante («Ahora derecho/ ahora/ en zigzag», p. 47). Pero tampoco es real, pues la historia vuelve a estar quieta y lo único que acaba por iniciar el viaje es la experiencia de la lengua en su ironía y una muerte que no será o, acaso, será en otra parte que no es este paraje, porque «la re.../ a.../ li.../ dad.../ es... un... de.../li.../ rio.../ in.../ tra.../ duci.../ ble...».
Publicado en www.bazaramericano.com, octubre-noviembre 2003
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