Sobre: Luis Lozano,
Una mujer sucede,
Buenos Aires, Sudamericana, 2005
1. (El espacio)
Un tipo llega a un pueblo en el ferrocarril (la lluvia previsible, la sorpresa muelle que genera la comprobación del abandono imperante en las calles desiertas) y, para refugiarse de la humedad y del frío, se mete en donde un empleado municipal hace horas extra como único deudo en el velatorio de una mujer sin nombre. La parquedad del encuentro y la presencia de la difunta solo hacen presagiar el tono que caracteriza, quizás, a los habitantes de ciertos pueblos argentinos: un modo de comunicación que tiene mucho de sobreentendido y también de gestos trazados desde un código común, relacionado siempre con un modo masculino de ser que está en la intersección entre el respeto profundo y la paciencia natural que el paisaje otorga a las historias vitales. Aquí, como una muestra casi experimental, la llanura pampeana y su inclemencia se trasladan a una sala velatoria que reproduce, en pequeño, la inmensidad que hay afuera. Y también su modo se ser, reposado y en permanente tensión hacia algún tipo de final: una lluvia que, de pronto, se cierne sobre el paisaje oscureciéndolo todo o, en el espacio reducido, el inicio de una narración, la historia que alguien cuenta para contraponer a la inmovilidad de la noche la acción que solo las palabras pueden evocar.
La contradicción aparente entre el espacio que provee la detención (que es, además, aumentada por su propia naturaleza, la del velatorio, en donde todo movimiento se efectúa como con temor de alterar la calma reinante y las palabras, si cabe, son las de la ficción que se trae a cuento con la necesaria sutileza para no alterar algo que, de todas formas, ya es inalterable) y la movilidad de lo narrado —de las historias que los personajes cuentan— es, aquí, el escenario necesario para desplegar un mundo completo.
2. (Una nota romántica)
Luis Lozano nació (en 1960) y vive en Bolívar. Antes de esta, publicó El legado, con la que obtuvo el Premio Proyección en 1994 y que fue editada en Argentina por Atlántida y tuvo dos ediciones en Chile (RIL editores, 2001 y 2003). Con Una mujer sucede fue finalista del Premio Clarín, del Casa de las Américas, del Premio La Nación y también del de Editorial Emecé. Algo de este camino parece estar cifrado en el modo de narrar que, lejos de cualquier efecto vanguardista o perturbardor a partir de una fábula previsible, recupera y amplía los horizontes de la zona más prestigiosa y perdurable de la narrativa rioplantese (el Onetti de La vida breve y Cuando ya no importe, el Saer de Glosa y quizás, más acá, algo del tono de Sergio Chejfec cuando su escritura se instala en la difusa frontera entre el paisaje rural y el urbano como ocurre en Boca de lobo, por citar solamente algunos ejemplos). Tal vez por eso, también, esta novela de Lozano haya tenido ese derrotero tan particular que es, a la vez, síntoma de la construcción equívoca que la institucionalidad literaria —en este caso, los jurados y las empresas que organizan premios— hace del lector (de lo que el lector «quiere»), y de una escritura a la que le ha sido esquiva la consagración por ese lado pero que, finalmente, acaba por imponerse por su increíble, inusual solidez. Una mujer sucede es, así, algo más que una excelente novela: es la muestra de que no hay mecanismo lo suficientemente aceitado como para acallar por completo la legitimidad de un ejercicio cuando quien lo realiza no busca nada más allá de su propia práctica.
3. (La detención)
Frente al ataúd de la muerta, Villalba (el empleado municipal que fue destacado para «cubrir» el velorio de una desconocida) y Lentis (el tipo que recién ha llegado al pueblo y, por error o destino, ahora comparte la noche con el otro) despliegan un juego de truco sobre la mortaja blanca. La noche es la lluvia y también la quietud del pueblo: algo que podría ser (y quizás sea) Bolívar cuando ha cesado la actividad rutinaria del día. Como presagiando lo absurdo de esa reunión, los hombres —con gestos demorados y cargados de sobreentendidos— instalan ante sí el desconcierto de lo desconocido pero, también, el respeto que por lo mismo los hermana. Allí están a la espera de que el tiempo pase, cosa que empieza a ocurrir hasta la irrupción de Fernández, un escritor de pueblo que ha entrado sin que se sepa bien por qué a compartir el mismo paisaje de quietud y detención. Con estos cuatro personajes (que terminan siendo más bien figuras, sombras recortadas sobre la artificialidad de la iluminación de la sala velatoria), Lozano echa a andar una escritura que se juega, siempre, entre el efecto de la anulación completa de la peripecia y su fuga, repentina y artificiosa, hacia la movilidad falsa que instala el relato que, por turnos, cada uno intenta para descubrir la identidad de la mujer que están velando. Es el juego que supone imaginar a tres tipos acompañando a alguien que no conocen, una noche de lluvia cualquiera, pero que es capaz de hacerlos recordar con exasperación historias que cargan sobre ellos y de alguna manera los definen. Porque no hay nada, en el espacio del velorio, que permita suponer una trama como la que van desplegando los relatos de cada uno, contados en prolijo orden de aparición inversa (comienza Fernández, que llegó último, y termina Villalba, el que estaba primero), aparentemente sin relación entre sí pero apropiándose del mismo espacio y la misma contundencia del cadáver para evocar. A partir de allí, todo lo que sucede adentro y afuera, en el presente demorado que va ocurriendo al ritmo de una gotera y el pasado que vuelve en la habilidad que cada uno tiene o no para recordar y contar, es un despliegue infernal de la escritura, obsesivo al máximo, capaz de plegarse al ritmo que la narración impone como si no existiera, como si no se estuviera leyendo sino oyendo lo que pasa. Porque la escritura de Lozano en Una mujer sucede tiene algo mántrico que proviene de la visión ordenada del espacio y de lo que ocurre (si la analogía no fuera salvaje, se podría pensar en el relato radial de un partido de fútbol: aquel que intenta registrar con la voz, todos, pero todos los detalles, ordenándolos con método para que el que solamente escucha sea, también, capaz de ver). Se trata de una narración que fija la atención en la posición de los cuerpos alrededor del cajón, el movimiento de las manos y las expresiones que van haciendo de los personajes algo definido, reconocible. Esto no sería demasiado notable si no se tratara —como ocurre con el paisaje cerrado de la sala, que se abre en cada relato hacia un exterior difuso (de ciudades sin nombre y pueblos irreconocibles)— de un juego que instala el movimiento en la aparente detención minuciosa (que sería, sin eso, naturalista a secas). Porque lo que Lozano hace es, siguiendo con la metáfora futbolística, «relatar» lo que ocurre, detrás de la idea de fijar las escenas con la fría imparcialidad de un agrimensor. Así, incluso cada imperceptible movimiento de los personajes parece fijado por una escritura que lo sitúa en el espacio, en la precisión exacta de la dirección de una mano y la aclaración, constante, de los efectos que la luz interior mezclada con la que viene de afuera produce en la escena. Y para eso, aparece un narrador despojado de toda subjetividad que acomoda las cosas por simple acumulación descriptiva, y que solamente ceja en su intento por ordenar el mundo cuando, también en orden, los hombres casualmente reunidos en un velatorio cuentan su historia y generan, con ello, la duplicidad del efecto acumulativo (ahora desplegado fuera del recinto hacia el pasado). Escribe, al principio, Lozano: «Entonces: hacia la izquierda (siempre mirando desde la entrada), cerca de la estufa a leña, desde hace media hora, en ese lugar porque es lo único que ha hallado para protegerse de la lluvia, sin haber manifestado su nombre aún, Lentis; hacia la derecha, cerca del rincón donde los plásticos oscuros de los asientos tienden a superponerse, donde ya casi la luz de las falsas velas no llega, a punto de dormirse y desinteresado, Villalba. Entre ambos, el féretro, los cuatro enormes candelabros y la cruz, sobre la pared del fondo. Afuera (difícil decir que también adentro, porque la desidia de ambos prescinde hasta de una noción del tiempo) son las tres de la mañana, hace horas que la lluvia anega las calles, el viento ya ha quebrado dos ramas en la cuadra y el frío permanece adherido a los vidrios del portón como una opacidad que ninguno de los hombres mira».
Cuando Fernández inaugura la serie de narraciones que irán construyendo o desplegando la novela (en ese sentido, la idea de construcción no se sostiene: sí a partir de la escritura, pero en cuanto a las versiones que hablan de la muerta se trata, más bien, de historias individuales y ficticias, pues quizás ninguno de los personajes la ha conocido realmente), el narrador repite la fórmula mántrica que inaugura el nuevo espacio: «... Fernández que ha entrado en el velatorio hace minutos, con la bolsa de plástico amarillo bajo el brazo, cuenta». La sentencia se repite con la narración de Lentis y, sobre el final, con la de Villalba: como si se confiase a la sola aparición de una palabra (el verbo contar, siempre conjugado en presente) la capacidad de desmoronar el mundo representado hasta el momento para instalar el nuevo, el que comienza con el relato de cada personaje. A partir de allí, y siguiendo el juego que alterna entre la inmovilidad de la estancia en el velatorio y los hechos narrados, la escritura de Lozano plantea círculos concéntricos que van ampliándose (con un manejo notable del estilo directo y el directo libre) por acumulación hasta que, de nuevo, sobreviene la reducción dramática al lugar en donde están, al presente del relato y a la muerta que genera, por adivinación, las historias que cada uno cuenta.
De todo eso, que ocurre en apenas unas horas, entre las tres de la mañana y el amanecer con la promesa de un desayuno, no queda al final sino la sensación de que se ha estado atisbando, en tiempo real, una especie de escena cercana al teatro o a la vida misma. Si no fuera por la escritura, primero, y por la densidad de las historias que cada uno cuenta como para pasar el rato, después, se podría pensar en un ejercicio ejecutado con gran pericia, en la puesta en acto de una idea que, quizás, le hubiera gustado al Perec del Ouvroir de Littèrature Potentielle (poner a tres tipos frente al cajón de una muerta que no conocen para extender el desconocimiento hacia sí mismos y los otros). Pero, sin embargo y por lo mismo, por el juego de coordenadas exactas que efectúa la escritura sobre lo narrado, por la equivalencia acumulativa entre el texto mismo y los textos que arman los personajes, se trata más bien de un gesto que quiere ser abarcativo detrás de una idea de la literatura que guarda para sí algunos de los antecedentes más notables de la producción rioplatense.
4. (La historia frente a la Historia)
De muchas y diversas maneras la literatura argentina ha ido buscando maneras de narrar la dictadura militar y su horror inentendible. En Una mujer sucede, Lozano ensaya también la propia de un modo singular, quizás mediado por el efecto que produce el tono general en lo que se narra. No hay aquí un desplazamiento desde la escena central —el velatorio— hacia lo que los personajes cuentan con la intención de permanecer allí sino que, como se dijo, se trata de un ida y vuelta que sirve para volver todo más sólido. Pero en ese movimiento, en las historias que cuentan Fernández y Lentis, aparece la crudeza de los enfrentamientos armados y la guerra de Malvinas de una forma tangencial (en el sentido de que alguien cuenta lo que le ocurrió en el pasado junto a otras personas que, de algún modo, tuvieron relación con la represión y el delirio de la guerra) pero capaz de aportar un punto de vista novedoso: algo así como una experimentación de lo sucedido en tercer grado, mediado ahora por la detención de un presente mínimo, intrascendente. Con el tono que impera en la novela, Fernández inicia su relato construyendo una historia para la mujer muerta que no será, claro, la muerta misma sino otra de nombre Laura, de la que ya no tiene noticias. El modo en el que se encuentran, fingidamente casual, hace posible prever el vínculo amoroso que podría desplegarse pero no que él, Fernández, formará parte de un juego en el que la pareja de Laura es un coronel retirado del ejército y, menos aún, que en su momento su vida estuvo movilizada por la idea obsesiva de «destruir subversivos», al punto de que participa del aniquilamiento de su propio hijo, militante de Montoneros y pareja anterior de Laura. El costado perverso de lo narrado (el encuentro sexual entre Fernández y Laura mientras el coronel, sin hacer evidente su presencia, solamente observa) devuelve al presente, con poquísimos elementos pero transidos por la obsesión y lo desesperado, una idea de la dimensión más macabra y a la vez familiar, cotidiana del horror. Algo similar ocurre con lo que Lentis cuenta, donde aparece el rumor de la guerra de Malvinas en las calles, como exaltación de lo nacional, atravesado por la historia del propio Lentis y la mujer que, para él, se llama Sofía. Aquí hay encuentros y falsos encuentros, hijos y falsos hijos, pero todo parece conducir a retratar, por un lado, la experiencia de Lentis pero, por otro, aquello que, como una música asordinada por la gravedad de la peripecia personal, de todas formas ocurre más allá. La historia reciente, así, es recuperada por los mecanismos inexplicables de la memoria ampliando su verosimilitud por su perfil en apariencia mínimo: al cubrir los hechos con sucesivas capas de relato, aquello que es imposible de olvidar reaparece en el instante de esa noche de velatorio como un elemento más de la enumeración, solo que al reducirse al costado que parecería más intrascendente adquiere su verdadera y perdurable dimensión.
5. (El chiste final)
Sabiendo que hay en esto algo arriesgado, quizás valdría la pena intentar una lectura a partir del chiste. En un momento entre la historia de Fernández y la de Lentis, y mucho antes de que Villalba, el empleado municipal, precipite todo hacia el final a partir de una historia de amor que sería épica si no ocurriera a bordo de un colectivo de línea, se corta la luz en la salita velatoria con la intromisión abrupta y sorpresiva que siempre tienen ese tipo de fenómenos. Conocedor del lugar por haber llegado antes que todos, Villalba va hacia la cocina en varias etapas, aprovechando el destello azaroso de los relámpagos. Allí, recuerda, hay una vela que podría sacarlos de la oscuridad que, ahora, no difiere demasiado de la tenue luz que antes los reunía alrededor del cajón. Al regresar con la vela encendida, y tras recorrer con la vista el salón y las figuras de Lentis y Fernández que, acomodándose en sus asientos, intentan no descomponer el clima que han logrado con el tiempo, el único espacio disponible que encuentra para colocarla es el que las manos entrecruzadas de la muerta instalan en el medio del cuarto. Allí comienza a desplegarse una metáfora que permanece hasta que la luz vuelve y la vela, después de un rato, se apaga, pero que continúa hasta el final del texto: la mujer es la que «sostiene la vela», no ya como realidad imperante que impide la oscuridad sino como, otra vez, motivo y justificación del relato y la fabulación. Si es que hay algo de verosímil en este modo de leer aquello, debería estar en la construcción precisa que va armando con maestría la escritura de Lozano. Sin ese gesto quizás mínimo, quizás bizarro, no habría relato posible porque, en el vacío, no se justificarían los relatos encadenados de los personajes, que acaban por demostrar su inutilidad salvo para enfrentarlos, de un modo tan inexplicable como suele ocurrir a veces con la muerte, con sus propias historias, fragmentadas en la inmensidad de lo posible pero reunidas al fin en el cruce entre una muerta inexistente, un pueblo perdido y una completa y final noche de lluvia.
Santiago de Chile, agosto de 2005.
Publicado en www.bazaramericano,com, agosto-septiembre de 2005
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