Sobre: Daniel Calabrese,
Ruta Dos,
Santiago de Chile, El Mercurio-Aguilar, 2013.
[Premio «Revista de Libros», 2012]
[Una versión levemente distinta de esta reseña se publicó en Revista Chilena de Literatura, Univerisidad de Chile, Nro. 87, 2014, y se puede leer aquí •••>]
Uno / Retomar el pueblo y devolverlo transfigurado: ya no por lo que representa sino por lo que construye. Olvidar, por un instante, el referente real (la tarea sencilla, pues implica el recuento y la descripción) y desplazarlo hacia la zona donde se vuelve inapresable: el fruto del recuerdo, la evocación, y también la construcción imaginada sobre la realidad de una historia, un pasado que los hechos insinúan pero que no alcanzan a develar sino a través de lo que inventa la lengua de la poesía. Así, el espacio se convierte en una excusa sobre la que sobrevuela la escritura que anota, desde el costado, lo que podría pensarse como una cultura del pueblo (pueblerina) y que se impone desde las circunstancias que rodea y no evita: en los pueblos siempre hay muerte, cementerios, molinos, carteles, habitantes extraños, familia, cines, mecánicos, padres, aislamiento y extensión. Este, además, está en la mitad de una ruta que une cosas que no deberían estar unidas, que quizás no une nada.
Dos / Daniel Calabrese (Dolores, 1962) obtuvo con Ruta dos el «Premio Revista de Libros 2012», que organiza hace más de veinte años el diario El Mercurio, de Santiago de Chile, con un jurado integrado por los poetas Raúl Zurita y Óscar Hahn, y el académico César Cuadra. Es su quinto libro de poesía; lo anteceden La faz errante (1989), Futura ceniza (1994), Escritura en un ladrillo (1996) y Oxidario (2001), publicados en Argentina, Barcelona, Japón, Chile.
Tres / «Hace un año murió el perro de la casa/ recién ayer me di cuenta.» Los poemas de Ruta Dos se inscriben en el espacio vacío que deja el cruce entre la experiencia y su trascendencia, entre el devenir y su epifanía. Con la ficción del recorrido que impone la imagen de la ruta (que funciona como un río unidireccional que, siempre, se lleva las cosas y rara vez las trae), la idea del lugar medio adquiere una dimensión poética inusual, sorprendente. Porque no se trata de buscar las cosas que tienden a la unión sino de instalarse en ese exacto punto y, desde allí, mirar lo que pasa: la mitad entre todo lo que nos rodea, el punto de vista que no logra juntar (porque no quiere) lo que ocurre del lado de la realidad (el lugar verosímil, quizás el pueblo como una colección de fantasmas) con lo que apenas ocurre del otro lado, el que esa realidad suscita y que no existe sino de un modo que no podría llamar de otra manera más que religioso. Allí hay, claro, una elección y una figuración incómoda, porque no hay mayor indeterminación que la impertinencia de optar por un punto de vista un poco imposible (y, por lo tanto, arriesgado). «Ahora bien,/ si la memoria no me falla/ dando la vuelta en esa esquina/ vamos a encontrar un viejo cine,/ la casa de mis padres con su biblioteca de madera/ y una puerta solitaria en medio de una larga pared/ que sirve para llegar/ adonde ya no queda ninguna pregunta.// No hay una biblioteca de madera,/ dijo, entre mis sueños/ y la llave que conservo atada al fuego/ no tiene acceso a los depósitos del tiempo.// De acuerdo, entonces sigamos vagando: no es hora de abrir/ esta pobre historia que llevo en la maleta». («La memoria compartida», p. 46-47).
Cuatro / «Y como aquellos que se van de la casa más amada,/ nos alejamos de la poesía amarga.» Ni contra una corriente que fija lo poético en el objeto ni a favor de otras que lo niegan (desconozco, en todo caso, casi todas esas sutilezas), la lengua de Calabrese desoye cualquier llamado de la especie que esté ocurriendo en un sentido de contemporaneidad y define un lugar propio. Según Raúl Zurita, los poemas «van trazando un recorrido que es a la vez geográfico y mental, biográfico y metafísico, histórico y al mismo tiempo atravesado por una extraña religiosidad, por una suerte de nostalgia del lugar inexistente, pero que por eso mismo está en el origen común de la utopía, del sueño y de la desgracia». La lengua que los arma no apuesta por la construcción de sentido en el escaparate, a esta altura banal, de la superficie y su artificio. Puesta en el lugar del medio, es capaz de recoger las voces de algunos personajes que rara vez hablan pero se presentan construidos por un decir (la madre, el tonto del pueblo, la vida del padre en paralelo con la de Kerouac), como de hacer restallar hasta la incomodidad la conmoción que causan las palabras en el lugar de la cifra y el sortilegio (ese lugar un poco místico que adquiere significado cuando se atisba la posibilidad de la trascendencia: queda, en la lectura, la sensación de que en casi todos los poemas lo dicho es una excusa para la iniciación de un camino imposible de alcanzar de otra forma más que borrando algunas fronteras de la convención). «Va dejando así una marca de luz/ que permanece hasta que la borran/ los faros de un automóvil/ o simplemente se diluye en la humedad.// No falta el que bebe y después dice/ que leyó completo En busca del tiempo perdido,/ completo, las siete novelas,/ y que lloró al amanecer/ frente a un mapa de Londres.// Tengan cuidado,/ en la ruta de la entrada/ suele cruzarse a veces un caballo,/ algún rencor,/ algún árbol perdido.// Esto no es más que un pueblo chico,/ aburrido y violento.» («Ceda el paso», p. 60).
Cinco / «Si me dan un tiempo/ quizás pueda hablar de algún misterio:/ de las sencillas luces de la Ruta Dos, por ejemplo,/ o de lo que se siente al nadar/ en el fondo de un tanque australiano.» Es común ver, en la pampa argentina, en esa planicie, una sucesión de molinos. Algunos de ellos tienen, al pie o un poco desplazado, un tanque australiano (un círculo de lata, de diámetro variable pero por lo general significativo, que sirve para acumular el agua que la fuerza del viento extrae de lo profundo). Un espejo en el medio de la tierra, un remedo del cielo: en el poema de Calabrese el tanque se transforma en el lugar del medio, una metáfora que, ahora sí, asume la ruta como pasaje entre este mundo y el otro, como aislación del entorno y, también, como el lugar de la conexión total, de la mística, de una fe que atraviesa el libro completo, el pueblo, las cosas. Si no fuera porque existe, porque es la pampa y ese pueblo, el tanque podría pensarse como la anulación del tiempo y de la forma, esa que la lengua asedia sin alcanzarla, porque no es de este mundo. «No sé cuántos días transcurrieron/ mientras me hundía en el silencio./ Recordé que en el ‘Paraíso’ del Dante/ no se describen sonidos,/ pero eso qué podía importar.// Era un mundo sin horizonte:/ por más que buscaba alrededor/ el horizonte no aparecía.// Desaparecieron, finalmente,/ la luz y el tiempo.» ( «El tanque australiano», p. 30).
Santiago del Nuevo Extremo, marzo de 2014.
Publicado en Bazar Americano, marzo-abril de 2014
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