31 dic 2015

La mesura de la demencia


Sobre: Carlos María Domínguez, 
Tres muescas en mi carabina
Buenos Aires, Alfaguara, 2003.

...y cuando le daba por sacarse palabras de encima
—afirmaba que a menudo le impedían dormir— las
escribía en un papel, entraba a la jaula, se las colocaba
a un pájaro y lo soltaba. Invariablemente se sentía
mejor porque, según decía, no había nada comparable
a una palabra que subía al cielo.
Domínguez

Hay una breve nota introductoria, casi un epígrafe, que abre la última novela de Carlos María Domínguez (Buenos Aires, 1955): «Esta novela cuenta hechos reales y otros imaginarios. La mayoría de los nombres han sido sustituidos. Por su histórica notoriedad, unos pocos fueron conservados». En la página anterior, un mapa de la desembocadura del Paraná en el Río de la Plata resalta con una línea más gruesa una pequeña porción de tierra en el agua: la Isla Juncal, justo frente a Carmelo, en la Banda Oriental, y en el medio de la frontera que separa a las aguas en dos y les da un adjetivo (argentinas, uruguayas).
     Ya desde esas primeras páginas se instala la certeza de una historia, en todo el ambiguo sentido de la palabra. Carlos María Domínguez (escritor pero también crítico literario y periodista, autor, entre otros, de la novela La mujer hablada, de 1995, y de la biografía Tola Invernizzi. La rebelión de la ternura, de 2001) sabe que cuenta con un material singular por su trascendencia histórica pero también por su potencia narrativa. La nota que la precede es el síntoma de una opción genérica y estética: contar algo que sucedió pero omitir las exactitudes hasta donde la «verdad histórica» lo permita. Una suerte de engaño consentido, un pacto de lectura que se podrá o no obviar pero que, ya en el texto, se hace indispensable porque se juega con un verosímil tensionado entre el mito del origen y la demencial travesía de quienes lo pusieron en marcha.
     Más o menos con el cambio de siglo o un poco más allá (1887), un italiano llega a hacerse cargo de una isla de apenas dos hectáreas en el medio del río. «Corrían rumores de que un loco había pedido al gobierno la Juncal y Gregorio comprendió que lo tenía enfrente, con la camisa sudada, bombachas grises y botas nuevas, bajo un chambergo que le escondía la cara». El tipo es Enrique Lafranconi y está convencido de que, a costa de trabajo, podrá ganarles terreno a las aguas y hacer de ese pedazo ínfimo una ancha y productiva prolongación del país. Así comienza una historia que abarcará casi tres generaciones de prepotencia, leyendas y verdades irremediables que quedaron archivadas en los arrabales de la historia grande, que hoy sólo deja suponer a la isla abandonada y a sus habitantes olvidados.
     La apuesta de Domínguez es, también, por el reverso de una mirada que marca las diferencias entre las dos caras del inmenso espejo que es el Río de la Plata. Consciente de las limitaciones fluviales de los escritores argentinos y de su tendencia urbana (ver el reportaje de Jorge Boccanera publicado en La Capital, de Rosario, en mayo de 2003), Domínguez ensaya la que tal vez sea una de las primeras —por su indudable solidez— versiones de la visión oriental de un mismo escenario: desmesurado, cambiante, capaz de imponer un destino a quienes lo habitan y totalmente alejado de cualquier imagen más o menos idílica de este río con las orillas tan distantes que parecen ausentes.
     Enrique Lafranconi pone en marcha una deriva que, en la narración, logra romper el tiempo y, a la vez, lo entreteje con una leyenda que ya Haroldo Conti, en La balada del álamo carolina, había insinuado: aquella que dice que la isla sirvió como escala para el contrabando entre las dos márgenes del río y que quien regenteaba tal negocio era Julia Lafranconi, su hija. Sobre estas dos líneas, se deposita la persistencia de una escritura tendiente a la perfección y a la mesura, como si no hubiera otra forma de narrar una trama demencial que intentando hacer que las frases y su particular respiración se unan a ella sin fisuras, acompañándola pero, cada tanto, haciendo que sobrevenga esa sensación de extrañamiento que sólo producen, a veces, las historias buenas bien contadas.
     Movido por la búsqueda de su padre, el italiano llega a la Juncal y decide fundar allí un linaje. Logra, en unos años, que la extensión de la isla crezca geométricamente y, embarcado su lucha con la naturaleza por las «tierras emergentes», construye un porvenir que no llegará a ver. En la tarea lo acompaña una esclava brasileña (María Concepción Sosa Lago), que será la madre de sus hijos, y un personaje que trasciende la fábula para condensar una mirada expectante y atenta que no deja de asombrarse al tiempo que pertenece a aquello que pasa frente a sus ojos: Gregorio, el botero, el hijo tonto del pueblo que establece un sistema de comunicación con la isla mediante palomas mensajeras y acaba por descubrir que ese es el método para permanecer cuerdo mientras los demás enloquecen, será, en cierta medida, el testigo perdurable, el que tendrá algo que contar cuando le pregunten y el que, como Domínguez, podrá reconstruir lo ocurrido con la salvedad que brota de los recuerdos y la corrección que la justicia poética y el tiempo pueden dar a lo que no se comprende del todo.
     Si la historia de Enrique Lafranconi y su isla tiene el impulso de la colonización y la pelea contra las arbitrariedades del río y la vegetación sin que importen las consecuencias (en una escena memorable, decide introducir una mejora «estructural» construyendo un arroyo que acerque el río hasta la casa con una sucesión de cartuchos de dinamita sobre la tierra), la continuidad en su hija Julia marca la detención de esa pulsión vital en los márgenes más sórdidos de la ley, el Estado y el destino impuesto por el origen. Es, en última instancia, la historia de un final anunciado desde el epígrafe que inaugura el texto: tal vez sea posible vencer la naturaleza pero no lo es desafiar las leyes de quienes lograron hacerlo.
     En el medio de esa tensión, que por sí sola bastaría, no falta el médico enredado en amores con la vecina más pía de Carmelo y su hija no reconocida —que finalmente acelera los acontecimientos sobre el final—, la permanencia atávica de un Montes de Oca en la isla junto a una vaca, el incesto capaz de cambiar una vida y las muescas en una carabina para esconder el reborde oscuro de los que no toleran tanta adversidad y mueren sólo acompañados de lo que fueron capaces de hacer.
     Esta novela, que ganó en 2002 el Premio Embajada de España en Homenaje a Juan Carlos Onetti, tiene sobre sí el doble peso de la historia, al que agrega una escritura demorada y obsesiva que no se impone sino con su propia fuerza. Pero también tiene la carga de sobrellevar una historia silenciada, la versión de un pedazo de agua y sus habitantes que se resisten a todo y acaban doblegados ante el irremediable principio del final: aquel que sólo calma cuando las palabras y las historias que portan suben al cielo.


Publicado en www.bazaramericano.com, abril-julio 2004

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