31 dic 2015

R / Z

Sobre: Ricardo Zelarayán,
  La obsesión del espacio
Buenos Aires, Atuel, 1997 [1972].



1. El segundo libro de Ricardo Zelarayán, Traveseando (editado por Kapelusz en 1984 y por Cincel, en España, durante el mismo año pero con otro gerundio como título: Fantaseando) es un conjunto de relatos para niños. Resulta, al menos, extraño que quien escribe "para tirar o para perder" pero rara, rarísima vez para publicar, haya insistido en que tal título apareciera siempre en las solapas de sus libros posteriores (se trata de Roña criolla, en 1991, y de la reedición de La piel del caballo, en 2000). Hay, de hecho, una legitimidad en la mención pero, también, una alianza misteriosa o, si se quiere, una provocación: la referencia parece sugerir la posibilidad de que la poesía de Ricardo Zelarayán se instale en un "balbuceo" que la emparenta directamente con la infancia, aunque, claro, adoptando de ella la complejidad casi demencial del cerebro de un chico que comienza a conocer el lenguaje como algo propio y se maravilla. Al mismo tiempo, esa imagen infantil se presenta como un imposible de perfección, robado a las conversación de los mayores, a las sobremesas espiadas, a los tics y juegos verbales que, seguramente en detrimento de otros más apasionados, arremeten los padres en momentos de temeridad, ofuscación, pena. Endemoniadamente difícil, aparente reunión de "cosas escuchadas por ahí", la lengua de la infancia asume la desproporción de querer abarcar todo lo que ocurre en el mundo pero también toda referencia verbal que irrumpe en el aire para transformarlo y, en última instancia, para hacerlo real ("tocable"). Es, sin duda, una de las formas deslumbramiento, que RZ transformó en una de las poéticas más sólidas de la literatura argentina. Si no ¿cómo se explica la casi belicosa intención de atrapar la inmensidad de la Gran Salina? Y, peor, ¿cómo se describe el deslumbramiento que produce comprobar que, de un modo inexplicable (deslumbrante) lo logra?



2. Los paraguas son elementos útiles para la vida cotidiana. Los encendedores, al menos para los fumadores y para los que tienen aversión a los fósforos, también. Hay, además, una especie de lugar común en los fumadores que dice que son aquellos especializados en perder (o robárselos a otro, pidiéndoselos prestados) los objetos que utilizan para encender los cigarrillos que consumen. Ambas cosas parecen trivialidades: por su simpleza muchas veces quedan más allá de la percepción cotidiana, y se "pierden", se olvidan, se roban o "tiran" accidentalmente. Invirtiendo el proceso que confiesa para la escritura, RZ inventa en Traveseando una posible autobiografía para los paraguas; el cuento "La confesión de un paraguas" asume, en primera persona, una historia difícil y algo delirante que incluye algunos párrafos notables: "Después, cuando me cierran, me siento mustio, marchito como una flor o peor... como un fósforo apagado. (...) Y cuando estoy abierto me siento un ala prisionera, la única ala hecha para mojarse cuando llueve. Y entonces quiero escaparme en serio, escaparme volando... Pero me tienen bien sujeto por ese dichoso mango traidor. Ni los pájaros ni los barriletes vuelan cuando llueve. Yo en, cambio, quiero volar en medio de la lluvia hasta verle la cara al sol. Ni flor ni pájaro. Flor negra, pájaro negro, me han dicho alguna vez. (...) Tal vez por eso me olvidan con facilidad. El nuevo dueño siempre me cuida más que el que me perdió. Pero, de todos modos, hace conmigo lo mismo que el otro: abrirme, cerrarme, sujetarme, olvidarme... Y así se va la vida." La extensa cita, los fósforos, los encendedores y los paraguas son, aunque parezca mentira, una teoría del lenguaje, la creencia firme en que los fragmentos de palabras que resuenan en el aire acaban por configurar una poética y también un mundo. El "¡¡¡Agárrenme que lo mato!!!" de La piel del caballo no hace más que abrir esa certidumbre, que no necesariamente implica una toma de partido en función de la tradición literaria ("Aborrezco a los gauchos, yo no sé de dónde sacan que soy gauchesco o neogauchesco", dijo en un reportaje que le hizo Fernando Molle, y agregó: "¡Pero hay que ser pelotudo!"). Por el contrario, esta teoría así enunciada viene a confirmar la "influencia muy fuerte de Macedonio Fernández" en RZ, sobre todo al leer el poema "Una madrugada por día" de La obsesión del espacio, en donde la fe en el habla aparece como un origen posible y el cuento para chicos, publicado doce años más tarde, su confirmación. Dice: "Y yo visito una fábrica de encendedores perdidos./ (Hoy no sólo se fabrican objetos para tener sino también/ objetos para perder.)/ Pero los encendedores perdidos/ no hablan con los paraguas perdidos./ Yo yo me voy, pájaro negro,/ con el paraguas infinito de la noche/ acribillado por tus miradas,/ por el recuerdo de tus miradas./ La madrugada es dura/ como el pan del olvido./ Tu mirada es sólo un recuerdo/ hasta mañana." No hay secretos para tratar de asediar al olvido o al exilio: pensados desde un imaginario infantil o no, en la poesía de RZ se presentan como lo único posible, un lenguaje hecho de "puro juego de significantes", de esa masa de palabras que se ha posado sobre el mundo y acaba por duplicarlo. Aunque, claro y como ocurre con Macedonio, siempre queda lugar para la queja, la rebelión o el chiste que "habla de lo que es hablado", y también queda el mínimo espacio para una reivindicación, "¡Cuándo seremos paraguas sin mango!". Pero también: "Yo no me ‘moriré en París con aguacero'".

3. No hay cadencia más perfecta que la involuntaria. No hay, tal vez, otro ritmo capaz de traducirse en palabras que aquel que nace de cierta retórica de lo espontáneo o, mejor, de la espontaneidad del habla. Los poemas de RZ, como si no existiera mediación del poeta entre la realidad del lenguaje y los textos, construyen una poética desde ese lugar de escritura que es, casi, un imposible: allí están las derivas inconstantes, los cambios de clima, los chistes, los jadeos, las digresiones o las reflexiones más profundas. Y todo, además, signado por una impronta de simultaneidad; no es posible separar con claridad, por ejemplo en una conversación, todos los temas, los gestos, las expresiones de los rostros, las puteadas, los ademanes y el profundo poder de la mirada que intimida, aprueba o reflexiona. Tampoco en los poemas de La obsesión del espacio y Roña criolla es posible diferenciar una historia de las palabras que la cuentan, una percepción de su trágica o jocosa entonación, un chiste de la risa que provoca y, finalmente, un modo de entender la poesía y el lenguaje de su secreta, íntima respiración. Allí radica, tal vez, el secreto de un deslumbramiento, el mismo que maravilla a un chico frente a un mundo verbal desconocido y a un lector cualquiera frente a tanta potencia detenida en unas pocas páginas de sólida, imperturbable escritura.

Mar del Plata, abril 26 / mayo 3 de 2001

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