31 dic 2015

El cuento del tío

Sobre: Daniel Moyano, 

El rescate y otros cuentos, 
Buenos Aires, Interzona, 2004

Reconocido como novelista y, sobre todo, por El vuelo del tigre (1981) y Libro de navíos y borrascas (1983), motivo de variadas lecturas académicas alrededor de la «literatura del exilio», Daniel Moyano es una de esas voces que suenan tenues pero persistentes en la literatura argentina de los últimos treinta años. Nacido en Buenos Aires en 1930 y con una experiencia signada por el paisaje del norte (pasó casi toda su vida en la provincia de La Rioja), murió en Madrid en 1992 sin haber alcanzado nunca una trascendencia que fuera más allá de reconocimientos momentáneos y el constante grupo de lectores que, quizás identificado con ciertas zonas temáticas de su literatura, siempre lo acompañó. Murió, también y como dicen que ocurrió con Di Benedetto, con algo de la tristeza que está en el principio de su entonación y en el modo de armar un mapa menor de personajes marcados para siempre por la pobreza, la desesperanza, el desarraigo y el consecuente extrañamiento que produce no estar en el lugar deseado (ni topográfico ni familiar).

     Los diecinueve cuentos reunidos en El rescate, con una emotiva presentación de Juan José Hernández (también responsable de la selección), reescriben esa sensación quizás trasplantada de su vida: lo de Moyano es, antes que nada, uno tono. Y es, además, el tono que lo caracteriza, independientemente de que algo hay de sus resonancias, ahora, que parece un poco añejo, quizás vencido por las tendencias post y la sobreabundancia de textos montados sobre la experiencia de los discursos contextuales, inmediatos, reales. Porque el modelo de Moyano es uno que tal vez ya no existe pero que igual conserva, en algún punto, la frescura del origen. Transido por la construcción metafórica a partir de un patrón realista (que llevó al máximo en su novela menor El trino del diablo, publicada por Sudamericana en 1974, que podría leerse, incluso, en clave de ciencia ficción), el camino de estos relatos alterna entre esa vertiente realista y la pulsión fantástica, a la que se agregan un par de textos —los más «recientes»— que no desoyen el homenaje (Kafka y Cortázar) con formas breves y con una suerte de interesante alegoría de estilo.
     Si la muestra que reúne este volumen abarca desde el libro inicial (Artistas de variedades, 1960) hasta el publicado póstumamente en España (Un silencio de corchea, 1999), no deja de ser llamativo que la sección más sólida la constituyan algunos cuentos ya clásicos en la obra de Moyano, y que abarcan un período de quince años: «La puerta» (1960), «La lombriz», «El rescate» (1964) y «Para que no entre la muerte» (1974). El resto, al menos en esta selección de Juan José Hernández, parece la construcción de momentos estacionarios hacia esas zonas de mayor adensamiento, donde la respiración y la historia logran la combinación particularmente potente que lo identifica.
     El mapa parece estar dibujado, por un lado, sobre el paisaje del interior argentino y, más que nada, sobre aquello que de inabarcable y desmesurado tiene la idea de extensión en la geografía de lo nacional. Por eso, los entornos de estos textos (como era el lugar de confinamiento de los músicos en El trino del diablo) están en los bordes: de las ciudades, de los ríos, de la «civilización» e, incluso, del tiempo. En ese sentido, el paisaje se impone siempre (como ocurre a veces con algunos personajes de Faulkner) como modelador del carácter y determinante de un destino. En el estupendo «Para que no entre la muerte», el Viejo escucha el sonido del arroyo que pasa al costado de su rancho a la espera de la crecida que, con seguridad, traerá nuevos materiales para agrandar la construcción demencial (la mitad de la cocina está hecha de latas de duraznos). El nieto es el testigo que absorbe esa particular convivencia entre el viejo y el curso de agua: empujados al margen, más allá de todo lo previsible, los personajes se descomponen al ritmo de sus propias frustraciones acarreadas a lo largo de la historia. El tono de Moyano, en este tipo de relatos, alcanza su grado máximo de tensión, y apela a una rara alternancia entre la sequedad y la ternura que proveen algunos diminutivos y construcciones de un aparente candor. Allí, quizás, esté el núcleo de lo mejor de Moyano: en la capacidad para despegarse del sino trágico de lo que se narra con una escritura que ronda el verosímil familiar, la objetividad que se da cuando los personajes, inmersos en una realidad de la que no pueden escapar, comienzan a reconocer las cosas como extremadamente, demasiado naturales, a pesar de que portan sobre sí algún grado de indiscutible violencia. Dice, por ejemplo: «Vivíamos todos amontonados en la piecita y teníamos una radio a pilas ante la que mis tías lloraban inclinadas cuando oían una canción de Libertad Lamarque. Mis tías eran hermosas y los hombres, a la tardecita, rodeaban nuestra pieza esperando que saliera alguna de ellas. Salían, por las noches, perfumadas, y se iban con los hombres a caminar por las riberas siguiendo el canto de los sapos y, de tanto en tanto, según la luna, nacían hermosos bebés, que en poco tiempo se prendían a los bigotes del abuelo. Cuando les dolía la pancita, yo seguía el curso del arroyo y buscaba menta para las infusiones, y al volver oía que el vecino rasqueteador de caballos le decía a mi abuelo que era muy difícil alimentar a tantos chicos».
     Desde el otro lado, el mapa de Moyano arma, en los relatos, una relación familiar de segundo grado, ya no como la manera de que ciertos mitos culturales vayan traspasándose de generación en generación —de tíos a sobrinos—, sino como metáfora del trasplantado, de aquel que cae sin desearlo en un contexto familiar que le es del todo extraño y que lo transforma en un observador capaz de objetivar, de algún modo siempre doloroso, aquello que de terrible tienen las relaciones humanas en esos paisajes abandonados de todo. Quizás se trata, también, de una visión proveniente de su propia biografía: nacido en Buenos Aires pero con una infancia transcurrida en Córdoba; instalado en La Rioja pero con un corte abrupto, en 1976, que lo obligó a viajar a España, donde también trabajaría de plomero. El núcleo familiar (como ocurre también, otra vez, con Faulkner) es el espacio de experimentación de todas las formas de tensión e irracionalidad. En «La puerta», por ejemplo, al desplazamiento que produce la objetivación del sobrino que narra, se suma el que provee la presencia ominosa de la «puerta de al lado» como lugar idealizado de una realidad distinta, con un telón de fondo transido por las arbitrarias relaciones familiares que solo pueden ser producto de un devenir cuyo origen se desconoce (pero se intuye) y cuyo final está trazado en algún lugar de un futuro, con seguridad, aún más desventurado. Mientras el personaje, el sobrino, ansía ingresar al mundo de su vecina Teresa porque, imagina, se trata de algo completamente distinto al que lo rodea (y que tiene, claro, el signo de la perfección), van tejiéndose los fragmentos que proveen una tía suicida, un baúl de presencia inexplicable y el tono desolador de la pobreza. La parábola de la historia se cierra con una brutal equiparación de los mundos posibles, que en la escritura de Moyano adquiere, otra vez, el destello inefable de la perfección: «Al llegar al último patio vio a Teresa con su impecable vestido blanco apenas manchado, peleando con su padre, borracho, y su madre, una especie de bruja que nunca había visto, sentada en un sillón de paralíticos. Teresa, armada de un palo, hirió a su padre en la frente y este cayó. Sin poder deshacerse todavía de sus primos, que lo seguían, acudió. Teresa lo miró entonces y con una voz extraña, prostituida, le dijo que ayudase, que no se quedara parado como un imbécil. Él fue hasta el grifo, bajo la mirada oblicua de la vieja, mojó su pañuelo y se inclinó para lavar al herido. Mientras lavaba la frente sangrienta, Teresa lo miraba y le hablaba con una voz extraña que él advirtió súbitamente normal, pareciéndole falsa en cambio la que estaba acostumbrado a oírle».
     Ese efecto abrupto, ese igualar distancias a partir de una tensión, podría trasladarse a estos diecinueve textos como una clave o un síntoma. El tono de Moyano (proveniente de Faulkner, pero también del Dos Passos de la desolación, del Rulfo de Comala pero también del García Marquez de las aldeas) trasciende los cuentos más desparejos y se concentra en aquellos que, como hitos de indudable solidez, marcan lo más intenso de su producción. Allí, entre la respiración del interior argentino y la sequedad de una realidad que se impone casi como un personaje más, encuentra el sentido que lo vuelve reconocible y perdurable: no hay escritura posible sin la asunción de lo trágico, ni realidad representable sin el desplazamiento de lo cotidiano que es, siempre, una gesto de profunda violencia.

Santiago de Chile, 20-27 de septiembre de 2005.
Publicado en www.bazaramericano.com, octubre-diciembre de 2005

No hay comentarios:

Publicar un comentario