31 ene 2016

05 / Lunario sentimental

 …hará bien en no olvidar que una persona sabia es aquella 
que monotoniza la existencia pues, entonces, cada 
pequeño incidente, si sabe leerlo literariamente, 
tiene para ella el carácter de maravilla…
Enrique Vila-Matas, Dublinesca


El de editor es un trabajo sencillo. Al final, después de unos años, uno se acostumbra a todo y, lejos de la pasión inicial, el tedio posterior y la resignación final, acaba por confirmar que no podría haber hecho otra cosa durante tanta cantidad de tiempo: algo sencillo; dedicado, sí, pero sencillo. Eso no está ni bien ni mal: apenas es. Pero en el camino, que es ciertamente largo, al final se arriba a una especie de estado industrial que, ni bueno ni malo, también es. Y es porque, desde el principio, aquello que estaba en algún lugar del horizonte como una manera de inyectarse la motivación suficiente para acometer el siguiente original, empieza a desvanecerse un poco o, mejor, a licuarse como el agua que corre sobre un vidrio y que está de un lado pero también del otro. Ese momento, y justo ese, es el que deriva, mal que nos pese, en la necesidad de la autoayuda: conversamos entre nosotros para salir del cinismo o reencantarnos con algunas formas de la profesión que todavía persisten. Y conversamos largamente, como si ello fuera capaz de conjurar, después de un termo entero de mate, lo que imaginamos pasará al dejar el lugar donde estamos y volver a nuestros escritorios. Originales que llegan, libros para hacer, autores que atender, cincuenta, sesenta correos para responder en un rato que se vuelve efímero. 

     Por motivos que no vienen al caso, hace un tiempo breve reduje la deuda personal que tenía con una buena cantidad de libros que me pertenecían. No se trata de libros nacidos del trabajo, sino de libros comprados, prestados y no devueltos, regalados, robados, fotocopiados: mis libros. Por la distancia, la familia y, sin duda, una incierta madurez que, dicen, viene con los años, decidí reducir una cantidad importante a dos o tres cajas que finalmente traje y están aquí, como si nunca hubiera estado en otra parte. El criterio de selección tuvo un par de restricciones un tanto oulipistas que dieron resultados razonables: (a) debía revisar cuarenta, cincuenta cajas en no más de noventa minutos, (b) separar los ejemplares que viajarían hasta aquí en las tres nuevas cajas que tenía preparadas, y (c) no pensar con el libro en la mano más de diez segundos, pues de otra forma, imaginaba, la selección se haría imposible. Era una tarde de calor agobiante en una ciudad costera; dos o tres días después sería el regreso y, por pura lógica familiar, lo que resultara de ese intento tendría un carácter definitivo: no habría tiempo para volver al lugar donde estaban y hacer una nueva selección. Con pantalones cortos, ojotas amarillas y una remera rosada con un Superman en el frente, pero factible de ser tirada a la basura después de la faena, todo transcurrió más o menos como estaba planificado. Esos libros habían estado ahí, juntando polvo y humedad, poco menos de doce años. En todo ese tiempo había logrado acumular una cantidad equivalente a la que ahora desechaba en una ciudad distinta y, también, no había sentido una necesidad tan imperiosa de los que estaban lejos, aunque en algunas conversaciones, a veces, aparecían como el recuerdo de un pariente lejano que se quiso mucho pero que ya, ahora, se ha convertido apenas en una evocación simpática.
     Hecho esto, me sentí realmente bien. Al menos por un tiempo. Y me sentí bien porque había logrado traer del absurdo una parte importante de mí que ahora naufragaba en una lógica razonable. Primeras ediciones, libros que quizás volvería a leer, otros que alguien me había regalado, esos que me gustan por su «apariencia física» (puro sexo, muchos todavía estaban inleídos), otros que tienen marcas de lecturas más lujosas que las mías o, incluso, marcas propias de un tiempo muy prolijo que ya no volverá de la exacta manera en que se dio (subrayados con diversos colores y regla, costumbre no logré abandonar del todo, aunque la existencia de hijos pequeños vuelve difícil encontrar por las noches los lápices de colores y la puta regla). Tras el viaje y una nueva capa de polvo que un inesperado camino de ripio en el trayecto de regreso les agregó con una diligencia castrense, las tres cajas de libros rescatados comenzaron a hablar. Y hablaron de muchas cosas, todas previsibles. De arbitrariedad, de interés, de formas de recordar. Pero de lo que más hablaron es de ese lunario sentimental que prefigura el futuro y arma, en un momento en el que no se tiene ninguna conciencia de ello (ni de ninguna otra cosa en general), el mapa de algo que estará allí para siempre como una cacerola en la que se prepara una polenta eterna: apenas algunas vueltas con una cuchara de madera mientras el fuego hace su trabajo. Nada cambia en apariencia. El mismo color, la misma forma tersa que se agita un poco en cada vuelta. Nada parece cambiar, excepto la velocidad del líquido que fluye y su viscosidad: con cada minuto se vuelve más y más denso. 
     Pasaron alguna semanas y, al acomodar un libro que venía «de allá» en una biblioteca atestada «acá», otro más pequeño que no recordaba haber seleccionado cayó al piso. Era un libro muy chico, de diez por doce centímetros. Quedó allí mientras lo miraba con cierta expectación, pues se trataba de un polizonte que aprovechó sus escuetas dimensiones para seguir a un amor imposible, huir de un delito o, simplemente, creyó que con ello iniciaba un largo recorrido por el mundo. Su presencia anodina y casual desencadenó un encantamiento que unió, sin que tenga una explicación mayor que la narración misma de los hechos, los libros en el país lejano con los que hacemos ahora y antes, cuando todavía hacerlos era una especie de hobby que acabaría por transformarse en un modo de vida. Al ver ese libro en el piso, me di cuenta de que había un retorno posible para el acostumbramiento y el cinismo, y que el antídoto estaba, siempre, en los libros pequeños. Las conversaciones que ahora tengo con mis amigos para conjurar esa rara mezcla de trabajo e impulso inevitable, ahí cuando tratamos de volvernos menos acostumbrados a esa simple profesión que ejercemos inútil pero dedicadamente, en ese punto, digo, todo se reduce a una ínfima porción de papel que se suele mezclarse con cantidades mayores hasta hacerse casi invisible. 
     Quizás les ocurra a todos. Hacer un libro chico, insignificante en su apariencia, rechazado por libreros, invendible porque todos piensan que el precio siempre es desmesurado, en algún punto abre canales de comunicación con el pasado y explica, sin duda, lo que ocurre en el presente. Cuando hacíamos, en casa y de noche, unas antologías temáticas de pocas páginas y que tenían el tamaño de un papel glasé; o ahora, que pensamos colecciones, series que serán infinitas pero que todavía no tienen el primer título, y creemos que hacerlas de pocas páginas, en un tamaño pequeño, será beneficioso por algún motivo, en realidad estamos impidiendo que la resignación y las imposiciones de afuera nos ganen el cuerpo: nos aferramos a la idea de que ese libro pequeño nos salvará de todo lo que, día tras día, nos empuja hacia la defección.  
     No tengo claro por qué pasa eso. A veces pienso que los libritos son una música de fondo que está siempre cuando conversamos y nos damos ánimo para seguir haciendo libros grandes, normales. Es ese minuto en que buscamos la razón para seguir, y también cuando, solos, gastamos el tiempo que nos queda en seguir leyendo o en seleccionar los libros que habíamos olvidado en otro país que, de a poco, se va  pintando con el color de la extrañeza. Y eso debe ser porque, así como nadie puede pensar que la versión de «Across the Universe» que hizo Rufus Wainwright no hace mucho es sólo el producto de un cantautor con una guitarrita de madera, tampoco es viable creer que, en esos libritos, está condensada  la pequeña porción arbitraria de una literatura y nada más. 

12 de mayo de 2013

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