El trabajo de las editoriales está siempre rodeado de una variada fauna de personajes movidos por el deseo y la idealización —por si fueran, acaso, cosas distintas—. Dejando de lado a ciertos autores, editores, periodistas, libreros, transportistas, imprenteros y gente por el estilo que de verdad logró construir un oficio y, también de verdad, más o menos trabaja todos los días, después de una buena cantidad de años una editorial se transforma en un embudo capaz de absorber y repeler al mismo tiempo a un segundo círculo de personas que, de entrada, son innecesarias para la marcha diaria del asunto pero que a la larga tal vez le den alguna razón de existencia.
Es algo raro, pero ahora, que lo pienso, quizás tenga que ver con la sencilla razón de que pocas personas fuera del medio conocen realmente de lo que se trata el trabajo. Y, claro, es un trabajo como cualquier otro: igual de denso, igual de frustrante, igual de satisfactorio, igual de bien o mal pagado. Pero, y esto es lo que distorsiona todo, es un trabajo que tiene el pecado de ser, para el común de los mortales, «cultural». Esa es la maldita palabra, y eso es lo que nos condena a transformarnos en un laboratorio de patologías diversas más allá de las propias (así como, no sé, un mecánico lidiará con sus obsesiones carburantes y proveedores de repuestos inescrupulosos). Todos los días, a la editorial llegan personas con ganas de sumarse, de trabajar, de hacer algo por el bien de los libros, esas cosas silvestres, incluso pequeñas, que involucran a tanta gente. Pero digo todos los días y me arrepiento: pasa varias veces al día, por mail, en papel, por teléfono, todo el rato. ¿Qué los motiva?
Aunque en algún sentido me siento un defensor a ultranza de la mediocridad —que es mucho más difícil de ejercer con convicción, de mantener con soltura y de disimular con estilo que cualquier otra tendencia—, lo que pasa con la gente que quiere trabajar en una editorial excede todos los límites. A ver, por poner un ejemplo común: el último año y medio probé a veintitrés tipos que se ofrecieron como correctores, y me quedé con dos. De esos dos, al poco tiempo y un par de libros después, uno me dijo que ya no podría seguir porque había conseguido un laburo mejor, corrigiendo los avisos de un sitio web de cupones de descuento, donde le pagaban, por una jornada de nueve horas, una cifra astronómica, imposible de absorber por el presupuesto de uno, dos o quince libros estándar (aunque tratamos y a veces nos sale, la factura de bestsellers en este lado del mundo no es algo tan habitual como para soportar los honorarios que pagan los cupones de descuento y, no jodamos, tampoco es algo que quisiéramos hacer de manera permanente: con uno o dos al año estamos bien). Es decir, después de un año y medio, de miles de mails, de cientos de currículums e, incluso, después de un loco que se apareció todos los miércoles durante cuarenta días en la oficina para que le hiciera una prueba como corrector, y dejaba mensajes con la secretaria, papelitos, hasta que lo atendí y lo probé y se transformó en el loco que todavía trabaja con nosotros, después de todo ese tiempo y todo ese desgaste, después de haber leído y releído miles de veces las mismas cuarenta páginas de prueba (ahí me equivoqué, pues debí haber variado los textos con los que los probaba: creyendo que ahorraba trabajo, compré un pasaje al hastío más profundo), después de todo eso, digo, apenas un tipo, uno solo, aquel que parecía el menos adecuado, logró —así lo debe sentir él— trabajar para una editorial. No sé si está feliz o le gusta de verdad, pero por el momento trabaja a buen ritmo y de manera bastante decente.
¿Por qué pasa eso? ¿Por qué? La verdad es que no tengo idea pero está claro que una editorial se transforma, en algún momento, en un raro objeto de deseo que, como corresponde y ya dije, poco tiene que ver con la realidad. Miro la oferta: estudiantes de literatura, lingüística, filología hispánica, doctores en literatura inglesa, española e hispanoamericana, profesores de historia, geografía y ramas afines, diseñadores, ilustradores, animadores, fotógrafos aficionados y profesionales, diletantes varios, ingenieros y economistas (que siempre tienen «la» manera de hacer más próspero el negocio), especialistas en la cultura egipcia, en la hebrea y traductores del inglés, portugués, francés y alemán (por lo general, con experiencia previa en la traducción de catálogos y papers difusos; rara vez han trabajado con literatura pero siempre «sienten» que pueden hacerlo bien). Y, después de todos esos (estoy mirando solamente los últimos mails recibidos), aparece una gama de propuestas de publicación que, esta vez sí, no tiene límites: libros de autoayuda, novelas imposibles, secretos contra la eyaculación precoz, el bocio y los niños problema, cómics, historias familiares, miles, pero miles de poemas. ¿Qué hace que toda esa gente sienta que se puede sumar a lo que hacemos apenas un puñado de tipos? A veces conversamos sobre eso y la idea no deja de ser aterradora: hay semanas en las que veinte, treinta o cuarenta personas han pensado en nosotros, y no con ese resabio del resentimiento, la ambición o la envidia que serían lógicos y esperables, sino con una pulsión pura de deseo, con el código de una pasión que supuestamente es compartida, con ganas de hacer algo para la posteridad, para la cultura, para el bien de todos.
Los relatos que existen sobre el oficio abundan en gestas quijotescas, jornadas agotadoras de trabajo detrás de un original, contratos casuales que se vuelven millonarios, amistades inquebrantables, y esforzados gestos para lograr que la gente lea. Pero la mayoría de las veces desconocen el sentido profundo de lo que dicen y omiten, quizás con plena conciencia, el lado real de un trabajo que, como dije, es igual de latoso, frustrante y satisfactorio que cualquier otro. La batalla se da por perdida, la mayoría de las veces, con los que aspiran a correctores, por seguir con el ejemplo que requeriría una columna aparte. Porque, en ese esfuerzo positivo por hacer un buen trabajo, hay varios que pasan la primera prueba —esas cuarenta páginas armadas a propósito con defectos de toda clase, algunos sencillos otros tramposos—. Después, viene un trabajo real: un libro, digamos, real, que hay corregir «de verdad», a partir de unas difusas pautas que el editor de turno puede indicar más como una manifestación ideal (esto tiene que quedar de tal manera, en tal tono, con tales normas y abreviando tales partes) que como una verdadera indicación de trabajo, en el entendido de que el tipo que mandó el mail, probó y empieza a trabajar, «sabe lo que tiene que hacer».
Hasta ahí todo bien… Después de una cantidad de días variable, el trabajo llega de vuelta, cuando llega. En ese punto es donde estalla la bomba de la realidad. La idea de corregir, trabajar con libros y todo eso se va al demonio cuando hay que lidiar con un demente que no conoce más que cuatro o cinco palabras o, esto es peor, cuando, en un típico libro de autor universitario, académico, hay que convertir quinientas notas al pie en algo que se parezca a un sistema de citas, trayéndolas desde el lado más lejano de la inconsistencia y la ignorancia (que ni APA ni MLA ni nada: un rejunte irrestricto de citas ora de una manera, ora de otra; ora de libros que existen, ora de libros que no existen). Eso implica horas y horas, kilos de paciencia y una disposición casi zen para tolerar las flechas de colores del Word cuando el control de cambios está activado. Eso es, en pocas palabras, una tortura real, del mundo editorial real, que tiene que hacer libros reales para que lean lectores reales a los que, en su mayoría, poco les importa ese tipo de detalles y, más bien, vuelven a creer, cada vez que toman un libro, que esa cosa tan simple esconde, apenas disimulada en su materialidad, el aura verdadera de la cultura y el espíritu de un grupo de fanáticos que lo hicieron solamente por el puro placer de hacerlo, por deporte o por pasión, sin sospechar que los que allí metieron la mano son apenas un ínfimo porcentaje de los cientos de tipos y tipas que, sin sentido, en un momento determinado, hubieran querido hacerlo y no pudieron. ¿Para qué?
julio / agosto de 2010
[Santiago, 11 de julio de 2010]
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