7 sept 2019

09 / Boquitas pintadas (Song for Abdullah)

It is necessary to any originality to have
the courage to be an amateur. 
Wallace Stevens


Desde hace varias semanas, quizás un par de meses, a lo mejor más, me esfuerzo sobre un texto en el que dos tipos caminan por una ciudad argentina hablando de un libro que uno leyó y el otro no. La deriva de la narración no tiene importancia, aunque abunda en detalles (es los detalles), porque se convirtió en una excusa evidente para relatar un instante, que fue verdadero, y lo más probable es que haya pasado desapercibido para uno (y no para el otro). A pesar de que no se conocen demasiado, los tipos caminan con aire tranquilo, algo que empuja la escena hacia el lugar común de que podría haber, entre ellos, una amistad de años; eso se sostiene apenas en la manera coordinada en la que bajan de la vereda para cruzar la calle: ambos con el pie izquierdo primero y con una zancada parecida, a pesar de que uno es un poco más alto que el otro. No es relevante eso aquí, tampoco las circunstancias del encuentro ni las condiciones particulares de la caminata sino solamente la rareza de que pueda existir un diálogo alrededor de un libro que de alguna manera se comparte pero que uno leyó, y el otro no. Tampoco se trata de remedar el texto en curso, cuyo destino probablemente sea el fracaso previsible de lo inacabado, sino de hacer el intento por dar cuenta de una zona que queda afuera de la ficción o, mejor, que la ficción no puede asegurar.
     El libro que uno leyó y el otro no tarda en aparecer, porque la caminata es larga. Es una novela bastante conocida, de un autor todavía más conocido, de esos que generan, aun entre quienes no lo leyeron (ni poco ni mucho), grupos de fanáticos y detractores con vocación beligerante. En este caso, la filiación del que no lo leyó es dudosa (quizás por lo mismo) y la del que sí también, pues, aunque seguramente lo ha leído con dedicación y amplitud, no parece dispuesto a quebrar ningún vidrio por defenderlo y ni siquiera se muestra proclive a la hagiografía desmesurada, gesto tan habitual en estos casos. No hay engaño en la situación: el que no lo leyó confesó, ni bien el otro empezó a hablar del tema, que no lo había leído. Y, aun así, conversaron sobre ese libro durante un rato cuya duración sería difícil establecer con precisión pero que no fue poca distancia: unas veinte, veinticinco cuadras, digamos.
     La música perdió algo que el libro todavía conserva y que tiene que ver con la inmediatez y el secreto. Ante una recomendación cualquiera (de una canción, de cualquier músico) es posible, ahora, aliviar la angustia haciendo una consulta en el teléfono y, eventualmente, escuchar, mientras el que hizo la sugerencia espera con los ojos hacia arriba, de qué se trata lo que parece importante para el otro. La equidistancia de ese conocimiento breve iguala, en cierto punto, a quienes confluyen en él. No hay manera, creo, de que ningún artilugio tecnológico estalle sobre esa capa secreta que envuelve cualquier libro, por más enfática o apasionada que sea su recomendación, pues hay que atravesar el arroyo siempre lento de la lectura que exige, lo sabemos, algo de tiempo pero, sobre todo, cierto recogimiento difícil de compartir (aun estando en el mismo sitio). La transacción en estos casos se produce en otra parte, un poco inasible y medio fantasmal, que encuentra su mayor virtud justo en aquello de lo que carece: la dificultad de transmitir completa a otro, y tal y como se la experimentó, una lectura. No parece haber ningún espacio más que el de la suposición atravesada por la experiencia del momento, de lo que rodea ese instante pero también de los años que pasaron, de algunas cosas —hechos— compartidos entre los que conversan, por más que en la figuración y quizás en la realidad se muestren mínimos, insignificantes.
Descartado el ejercicio crítico, que algunos practican incluso con elegancia, no queda más que el relato sobre el relato, la contaminación inevitable del aire que, aunque nos rodea y parece transparente, no lo es tanto porque está contaminado de otros gases y podríamos notarlo, si fuésemos capaces de ver. La lengua se contorsiona para la transmisión de un imposible, ese secreto, y recae en una retórica particular que desconoce el buen decir, porque la difusa entelequia de que el otro atrape aunque sea una mínima porción de aquello que este vivió es apenas eso y será parcial e incompleta siempre, a lo mejor un detalle, una escena menor en un mapa con demasiados dobleces, que se encarga entonces de todo el sentido.
     Es lo que, a falta de una palabra mejor, podríamos pensar como la sensibilidad que esconde el relato de los que prestan libros, de los que los regalan, de los que hablan de algunos libros específicos aunque sepan irrelevante que el otro los haya leído y asuman esa pérdida de entrada, dejándola pasar para persistir, que es la forma adecuada y generosa de hacerlo en estos casos. Es un ejercicio en el que contar con el espejo de la confrontación o el acuerdo pasa al plano de lo no dicho porque en el primero, el importante, se arma la vivencia del instante, que es un algo de la literatura y de nada más, aunque parezca que se inclina, por la caminata y el paisaje, del lado de la vida. Quizás porque llevo más de la mitad de mi vida haciéndolos, todos los días al menos de lunes a viernes, estoy convencido de que en realidad un libro no vale nada. Es, apenas, la confrontación de varias personas detrás de un difuso objetivo común que termina, en el mejor de los casos, en un aparato impreso cuyo valor real, monetario, escandalizaría al más pintado (la excusa es que hay demasiados intermediarios, y es cierta). El lugar un poco ordinario y marginal que me toca ocupar en esta industria no impide la conciencia absoluta de que hay verdad al regalar un libro, también al recibirlo en esas mismas condiciones de gratuidad y, también, en esos contadísimos casos en los que, si no media el ego fabulador o el compadrito de bar nocturno, alguien es capaz de entregar un libro aunque no lo haya leído (todavía).
     Hay dos tipos que caminan por una ciudad conocida para uno y desconocida para el otro. Hablan sobre un libro que uno leyó y el otro no. Hay un momento preciso, acabado, en el que el tipo que leyó el libro se recoge en un puño de energía para citar una frase que recuerda de memoria, algo que lo conmovió y que el otro, en ese lugar, caminando por esa ciudad, no tiene más alternativa que vivir, en el presente, de la manera en que se lo narran. Hay dos tipos que después dejan de verse, siguen con sus vidas, pero uno de ellos, el que no leyó, hará todo lo posible para leer, no tanto con la intención de reponer un elemento que falta en la serie sino con el agradable y siempre equívoco fin de volver a vivir el momento compartido en la ciudad desconocida, y apropiárselo. Hay veces que, en un diálogo cualquiera, ocurre un libro. Hay veces, otras, en las que es posible ver a dos tipos caminando por una ciudad, que uno conoce y el otro no. Conversan. Y solamente eso. 

Ñuñoa, 26 de julio de 2019

Publicado en BazarAmericano.com, actualización julio-agosto 2019

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